Intermitentemente, como algo que se enciende y se apaga, durante meses el gobierno ha venido haciendo llamados al diálogo que nadie escucha. Los voceros, entre los que se incluyen el presidente, el vicepresidente, ministras y ministros, van perdiendo la voz con tantos anuncios olímpicamente desoídos. Los potenciales participantes no responden y el diálogo se queda como un ejercicio solitario de retórica. El resultado obvio es que nadie se sienta en la mesa, porque ni siquiera hay mesa y mucho menos temas para ponerlos encima. En esas condiciones, no llamaría la atención que el diálogo se transforme en la gran oferta para la segunda mitad del periodo gubernamental que está a punto de comenzar. Es fácil atribuir la responsabilidad a quienes, como que no fuera con ellos, miran hacia otro lado, cambian de tema y no se dan por convocados. Pero, si se quiere entender el fracaso de los reiterados anuncios, hay que verlo como un asunto de ida y vuelta. Por la propia etimología, la palabra diálogo alude por lo menos a dos personas. El fracaso de la convocatoria es responsabilidad de los receptores, pero también de los emisores.

Dicho en otras palabras, es probable que las dificultades para instalar el diálogo se encuentren en el punto de partida, sobre todo en la ausencia de claridad sobre sus contenidos y sus procedimientos. Hasta el momento, el gobierno ha mencionado solamente temas generales, en los que nadie puede estar en desacuerdo, pero que a la vez todos saben que no conducen a nada. Para ratificar obviedades no hace falta sentarse a dialogar días enteros. Tampoco es necesario hacerlo para hablar de unas metas que recién podrán alcanzarse dentro de quince o veinte años. Si quiere encontrar respuesta positiva, debe en primer lugar sincerarse, aceptar que es un gobierno de transición y que su responsabilidad es dejar un país en orden para su sucesor. Lenín Moreno tiene la obligación de dejar la mesa servida. Eso se materializa en metas concretas para los años 2020 y 2021, como tasa de crecimiento, niveles de empleo, reducción de la pobreza, inversión privada, gasto público, en lo económico, leyes, reformas y mínimos de gobernabilidad, en lo político. No muchas más.

Un mensaje de esta naturaleza podría abrir los oídos de los convocados y podría también obligarles a asumir compromisos tangibles (hay que usar el subjuntivo porque los actores políticos no siempre actúan como supone el rational choise). Básicamente, esa posición gubernamental despejaría las dudas sobre el diálogo como maniobra que responde a las aspiraciones políticas de algunos integrantes del equipo gubernamental, involucraría en la definición del futuro inmediato a quienes aspiran a ser los sucesores y alejaría los temores que estos tienen de contagiarse de la debilidad del presidente. Precisamente, reconocerse como un actor débil pasaría a ser su fortaleza, no solo porque nadie le teme a una persona frágil, sino fundamentalmente porque esa condición está siendo aprovechada para urdir conspiraciones que de ninguna manera beneficiarían a los potenciales sucesores. El diálogo requiere convertir la debilidad en fuerza. (O)