Mira, qué de rosas salen: rosas azules, rosas blancas, sin color... Leve paráfrasis de Juan Ramón Jiménez para describir los aeropuertos ecuatorianos en estos días. Enormes aviones transportan esta sutil y perfumada mercancía para cubrir la demanda mundial que desata el Día del Amor. Los empresarios que cultivan esa flor han creado empleo y riqueza en zonas brutalmente deprimidas, enfrentándose a gobiernos y burócratas que se han esforzado por hacerles la vida imposible con toda clase de cortapisas. Pero la rosa es más que todo eso.

Es un símbolo que ha dominado como ningún otro en la poesía. Ha sido metáfora de la belleza y del amor, símil de la suavidad y la frescura, incluso sus espinas, agresivo contraste de su dulzura, se han convertido en frecuente materia de poemas. Signo esencialmente femenino, representa características ideales de la mujer. Cantada por muchos poetas, esta dedicación llega al paroxismo en Rainer Maria Rilke, uno de los mayores vates del siglo XX. Alemán pero políglota capaz de escribir versos en otro idioma, publicó en francés Les Roses. “¿Contra quién, rosa,/ has adoptado/ estas espinas?/ ¿Tu alegría demasiado fina/ te obligó/ a transformarte en esta cosa/ armada?”, dice en ese pequeño volumen, como previendo su muerte que será, como su vida, poesía pura. En el sanatorio de Val-Mont, donde estaba internado, en el año de 1926, entrega a una amiga egipcia un ramo de rosas, al hacerlo una espina le hace una pequeña herida. Enfermo Rilke de leucemia, el lastimado se infecta y muere a los pocos días. Su epitafio no podía dejar de referirse a su amado símbolo: “Rosa, oh contradicción pura en el deleite/ de ser el sueño de nadie bajo tantos/ párpados”.

Esta flor no aparece en la Biblia, porque los hebreos no la conocían, aunque ciertas traducciones llaman “rosa” a otras plantas. Su introducción en la simbología cristiana es medieval y pronto tomó enorme importancia al identificarse con María, que será la “rosa mística” en la letanía lauretana. Coincidencia, palabra con la que enmascaramos lo imprevisible del destino, hoy es día de la Virgen de Lourdes, mi devoción tutelar. La cueva en la que “ua petita damisela” hablaba en gascón con Bernardeta Sobirós, está bajo una roca enorme, en buena parte cubierta con un vigoroso rosal. Los occitanos suelen reivindicar anécdotas del tiempo en que los árabes vivían en la región enfrentándose a los francos. Así, el nombre de esta localidad en la lengua vernácula es Lorda, que vendría del árabe “al warde”, la rosa.

La abundancia de rosas ha contribuido a quitarles el misterio en Ecuador. Ya no nos llaman la atención. Antes de esta profusión el rosalismo era una afición distinguida, a la que dediqué algunos años. Creo que todavía podría injertar, podar y alguna otra destreza básica de tal hobby. Esta actividad deja lecciones éticas. Hay que saber qué se quiere hacer con cada planta, no es lo mismo un seto que un rosal de corte. Hay que cuidarla y abonarla. Nos queda la paciencia, la esperanza de que tras la severa poda el rosal volverá a florecer.

(O)