Como la gran mayoría de ecuatorianos, espero que lo acontecido en los últimos días sea el detonante del cambio radical que necesita nuestra sociedad. No es de humanos permitir, tolerar, entender o justificar lo acontecido y ningún otro tipo de atentado contra la dignidad de una mujer. Peor aún con equívocos argumentos que astutamente se usan para librar de culpa a los responsables: la mujer iba sola, llevaba falda y escote, tomó un trago, bailaba muy bien o, simplemente, era coqueta. Quienes alguna vez hayan dicho algo así, públicamente les digo: son unos idiotas, retrasados e ignorantes.

Luego de sucesos de esta naturaleza, lo normal es indignarnos, enfadarnos y algunos podrán perder la cordura. La violencia hacia la mujer es diaria, en distintas porciones y estilos, desde el perspicaz “piropo” hasta la más feroz violación y muerte.

Es triste que las denominadas “manadas” de violadores se sigan exhibiendo en el siglo XXI y que tengan un mínimo apoyo de la sociedad. Más complicado aún es entender la perversión de los responsables, pues la agresión a una mujer en grupo parece ser un acto de exhibición de “hombría”, del control y superioridad sobre el género opuesto. Nacen en mí un millón de preguntas: ¿Qué tipo de educación sexual han recibido estos canallas? ¿Cómo serán sus familias? ¿Qué habrán visto o aprendido en sus casas? ¿Por qué consideran gracioso o útil grabarse mientras cometen un delito?

Quiero insistir ante la sociedad y las autoridades públicas que algo debe cambiar para que las mujeres no tengan miedo, para que caminen y disfruten sus vidas de manera tranquila, sin acoso y con protección del ordenamiento jurídico, por si sufren la desgracia de cruzarse con un mal hombre. La violencia contra la mujer es algo que debe discutirse en la sociedad y en la Asamblea Nacional. No es correcto tratar esta problemática como una situación excepcional que les ocurre solo a algunas mujeres que “tuvieron mala suerte” o “que tomaron riesgos que una mujer no debía”.

Estas historias siguen repitiéndose en nuestro país y en el resto del mundo, entre algunas razones, por la neutralidad de la población masculina ante una realidad que nunca sabremos si nos toca la puerta. La pasividad no puede caracterizar al hombre que ama a su esposa, a su madre, a su hermana, a su hija o a sus amigas. Es sencillo y hay que ponerlo en práctica: los hombres que respetamos y admiramos a las mujeres no toleramos ningún tipo de desigualdad en razón del sexo.

A lo largo de esta semana he leído y escuchado opiniones y comentarios muy acertados de varias amigas y mujeres que luchan por sus derechos, por ello estoy seguro de que mi análisis no es nuevo para ellas. Solo quiero unirme, como hombre, al reto de conseguir la igualdad de género y la protección que tanto necesitan. Sueño que el tiempo haga innecesarias las políticas de protección y cuidado a las mujeres, pues será cuando las agresiones y abusos hayan acabado.

Como esposo, hijo y hermano siento la obligación moral de no quedarme callado, de compartir mis ideas y convicciones con todos los hombres y así aportar mi granito de arena para acabar la violencia contra la mujer.

(O)