El hurto masivo de gaseosas y jugos que transportaba un camión accidentado en el sector de La Aurora, del cantón Daule, tiene relación con los efectos del preocupante nivel de corrupción e impunidad de nuestra sociedad. Una sociedad como la de Venezuela de Chávez y Maduro, que ha generado una aristocracia de millonarios, la mayoría bajo sospecha de haber cometido peculados. En muchos casos exhibiendo sus gordos patrimonios y derroches ante los ojos atónitos de quienes conocieron sus anteriores limitaciones económicas. Podría afirmarse –parafraseando a la periodista venezolana Berenice Gómez– que los sospechosos nuevos ricos se desenvuelven con una actitud que expresa un insonoro mensaje: ¡Tengo poder, lo hice de esa manera y me importa un rábano lo que piensen los demás y nadie me va a hacer nada, porque tengo impunidad!

Cuando los transeúntes jóvenes, mujeres y adultos mayores –que se presumen personas honradas– en vez de ayudar al chofer de un transporte averiado saquean sus mercaderías, como si fuese algo normal y permitido, es que no hay garantías para la propiedad de nadie y es indicio de que vivimos en una sociedad no confiable. Algo indignante y vergonzoso, y hasta aterrador, si imaginamos el siguiente nivel de la degradación moral que nos envuelve. No es la primera vez, pues durante el 30 de septiembre de 2010, turbas sin control vaciaron prácticamente cierto almacén en la vía Perimetral de Guayaquil. Además, con ocasión de las recientes festividades de octubre más de cien personas en grupos asaltaron a transeúntes en los exteriores del Malecón Simón Bolívar.

Un estudio de la revista Nature difundido por la agencia EFE informó que las personas de sociedades más corruptas tienen más probabilidades de ser deshonestas que las de sociedades respetuosas de las normas. La gente controla su deshonestidad según percibe lo que es aceptable en su sociedad y lo que ve alrededor. “Si vives en una sociedad donde todo el mundo rompe las normas, tienes más probabilidades de pensar que está bien hacerlo”, remarca el estudio.

Simon Gäechter, de la universidad inglesa Nottingham, y Jonathan F. Schulz, de la universidad estadounidense Yale, citados por EFE, comentan que la corrupción, evasión fiscal o fraude político influye debilitando la honestidad intrínseca del individuo. Y las instituciones débiles que permiten la corrupción generan ese efecto, además del efecto económico negativo en la sociedad. En nuestro país, un efecto de la década saqueada.

¿Qué hacer entonces para detener el tsunami de la degradación moral evidenciado con el saqueo masivo referido y los otros precedentes? Pues la respuesta está en la familia y en el Estado. Ambos deben colocar los “diques”, blindando la niñez –semillero de futuros funcionarios públicos, profesionales y políticos– a través de la educación. Padres y Estado inculcando honestidad como principio de vida en la formación de la personalidad y carácter del niño.

El Estado, a través de programas educativos, suministrando suficientes nociones y conocimientos sobre la honestidad; incentivando con premios las habilidades y vivencias del niño que lo conduzcan a ser honesto, para lograr buenos amigos, confianza y reconocimiento social positivo.

La publicidad oficial debe reiterar permanentemente que honestidad también es respeto a los demás y a la propiedad ajena. (O)