Aunque los historiadores digan que las dictaduras no se explican por la psicología de quienes las lideran, hay algunas que solamente se pueden entender si se sigue la trayectoria de sus dirigentes y si se logra entrar en lo enmarañado de sus cabezas. Nicaragua presenta un caso claro. Decenas de factores debieron confluir para que el gobierno surgido de elecciones se transforme en un régimen autoritario. Pero esas condiciones económicas, sociales y políticas podían haber desembocado en otra situación si no hubiera estado al mando la desquiciada pareja de Ortega y Murillo. Presidente y vicepresidenta. Esposo y esposa. Cabecilla y sucesora. La visión guerrerista del primero puso el despotismo, la desconfianza y la ambición. La filosofía new age de rebaja navideña de la segunda instaló el esoterismo, la nigromancia, el ocultismo y el milenarismo.

El encumbramiento de la pareja fue la conclusión de una cadena de hechos que, con corrupción, traiciones y pactos bajo la mesa, acabaron con la leyenda sandinista y fueron erosionando la débil democracia nicaragüense. En 2007, cuando Ortega llegó por segunda ocasión a la presidencia después de tres intentos fallidos, ya había roto con sus excompañeros y había despedazado al Frente Sandinista. Quienes lo escogieron como coordinador de la Junta de Gobierno, en julio de 1979, lo hicieron porque sus escasas luces eran garantía de que no se situaría encima de ellos. Como lo explican dos exintegrantes de la Junta, su condición de “apocado”, “medio atontado, todo lento”, podía llevar a pensar en cualquier cosa menos en que acumulara poder y fuera capaz de engatusarlos a todos. Mucho menos se podía anticipar que casi treinta años después llegaría a instaurar un régimen dinástico después de la alternancia democrática de los gobiernos de Violeta de Chamorro, Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños.

La sucesión de esos gobiernos llevaba a pensar que Nicaragua había encontrado la senda democrática. Pero la realidad era que Ortega mantenía el control de piezas importantes, como la justicia y la asamblea legislativa. Desde allí, ya con la presencia predominante de Rosario Murillo –que para muchos es quien toma las decisiones–, fueron diseñando cuidadosamente el proyecto que a ambos les eternizaría en el poder. Lo demás es una historia truculenta: corrupción amparada por brujería, manejo clientelar salpicado de religiosidad popular, ríos de petróleo venezolano para que naveguen empresarios inescrupulosos, silenciamiento a la opinión independiente y falsos capitales chinos para proyectos faraónicos irrealizables.

Si la combinación de esas intrincadas neuronas se hubiera quedado en los árboles de metal que invadieron la fértil Managua, habría sido solamente una más de las anécdotas del realismo mágico. Pero fueron más allá. Tenían que trascender juntos, como pareja a la que no pudo separar ni siquiera la denuncia de violación de la hija por parte del padrastro. Como buenos/as dictadores/as se dieron –y continúan dándose– el correspondiente baño de sangre. Para que no queden testigos, en estos días reforzaron la persecución a los medios y expulsaron a los organismos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Es una pareja dispuesta a todo.

(O)