En esta ocasión no se le puede culpar a la Asamblea. Después de diez años de silencio impuesto por orden superior y propia sumisión, sus integrantes despertaron y se empeñaron en levantar las piedras burocráticas para tratar de encontrar a los responsables de la famosa fuga. No era para menos, si se trataba de la desaparición de un personaje emblemático del correísmo, uno de los más puros representantes de esa mezcla de mediocridad, prepotencia y corrupción que fue la seña de identidad de ese periodo. Ese individuo, sometido a la justicia, con un grillete en el tobillo y, se supone, bajo permanente vigilancia, se evaporó ante los ojos cerrados de un escuadrón de autoridades que, con derroche de candidez, se declaran irresponsables.

Acudiendo a algún purista de la lengua o quién sabe si de la interpretación jurídica, esas autoridades podrán decir que una cosa es no tener responsabilidad y otra ser irresponsable. En efecto, así es. Aunque suene redundante, solamente es irresponsable quien no cumple con una responsabilidad que tiene asignada. A esta obviedad es a la que han acudido esas personas cuando se han escudado en las normas que rigen a sus respectivas instituciones y en los enredados procedimientos. Cada una de ellas ha dicho que la vigilancia, el seguimiento y todo lo que debe hacerse para que un indiciado se presente a la justicia no corresponden a sus funciones o no se cuentan dentro de sus atribuciones. Con esos argumentos intentan no aparecer como irresponsables. Las responsables son las instituciones, esos entes abstractos que están mal diseñados o que intencionalmente fueron hechos así para proteger a los corruptos. Aunque ese argumento tiene algo de verdad, no les exime de su responsabilidad como funcionarios públicos o, más claramente, no justifica su irresponsabilidad política.

Cada una de esas autoridades ha demostrado ser irresponsable políticamente. No se entiende que, siendo parte de un gobierno que ha definido como prioridad la lucha contra la corrupción y sabiendo que en el decenio previo se estableció un sistema para el atraco al dinero público, jamás se hayan preocupado de analizar las limitaciones legales, normativas, funcionales, que tienen en sus respectivos puestos y en el conjunto del gobierno. Aunque solamente fuera por el hecho de tener a un pez gordo, que además era el símbolo viviente de los ataques a la libertad de pensamiento, esas ingenuas personas debieron revisar las normas, reunirse entre quienes fuera necesario y definir una estrategia adecuada para que la justicia pudiera hacer su trabajo.

No es necesario ir más allá de las leyes. Simplemente, se trata de entender que la responsabilidad no es solamente la burocrática, la que está estipulada en “el orgánico funcional”, como dice el ministro que renuncia a medias. La responsabilidad fundamental es la que tienen ante la sociedad por su condición de funcionarios públicos. Si no asumen eso es porque no entienden o porque quieren aplicarnos el pendejómetro. Sea lo uno o lo otro, no lograrán borrar su condición de irresponsables aunque asuman tardíamente su negligencia o incluso si fueran destituidos. (O)