Que el Ecuador vive una época de cambios y transformaciones es una obviedad y no aportamos nada nuevo al decir esto. Luego de un cuestionado y apretado triunfo electoral, hemos visto cómo paso a paso y con varios tropiezos, el gobierno de Lenín Moreno ha ido tomando una deriva completamente diferente de la hoja de ruta marcada por el correísmo, en la cual, además, el presidente se constituía en una suerte de semiinimputable sometido al tutelaje y curaduría de su anterior jefe. En fin, vieron en este un periodo de continuación y transición. Continuación del saqueo de la década ganada y transición entre un mandato de Correa y otro a iniciar en 2021, que perpetuaría el modelo corrupto a la vez de autoritario.

“Traición” gritaron a los cuatro vientos, cuando vieron que el títere cobraba vida y se desviaba de la ruta marcada. Moreno no cumplía su labor de encubridor de los saqueos al erario nacional, en los cuales su vicepresidente Jorge Glas fue un actor preponderante. Refinería de Esmeraldas, Refinería del Pacífico, construcción de hidroeléctricas, entre otros megaproyectos realizados en el régimen de Correa, tuvieron como denominador común el que se encontraban bajo el control y dominio de Glas, dentro de aquello que en la Revolución Ciudadana se denominó como “áreas estratégicas”. ¿Qué podía salir mal? Fiscales complacientes, como Pesántez, Chiriboga o Baca Mancheno, generaron en los altos mandos revolucionarios la sensación de total y absoluta impunidad. Cortes Constitucional y Nacional, compuestas por vasallos más que jueces, se constituyeron en una garantía de que, no importa que tan cuantioso haya sido el atraco, el poder punitivo estatal no llegaría jamás a los miembros de la cúpula correísta.

Lo realmente grave es que pese a los cambios implementados por el Ejecutivo en los ámbitos de su competencia, el esquema correísta de administración de justicia está intacto en su forma, fondo y actores.

Los jueces estuvieron sometidos a un proceso de acondicionamiento, más propio de un centro de entrenamiento canino, que de carrera judicial y administración de justicia. El “dé la patita y hágase el muerto” se reemplazó por “imprima la sentencia que le pasamos en pen drive y hágase el loco”. Casos como el juicio contra Emilio Palacio en el cual EL UNIVERSO, sin haber sido parte procesal, terminó condenado a una millonaria indemnización en la que el honor de Correa se calculó a base del presupuesto general del Estado, es una buena muestra de lo dicho. Procesos como los de Fernando Villavicencio y Cléver Jiménez, en los cuales nuestros jueces y juezas se pasaron por las posaderas medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, nos mostraron en technicolor de qué se trataba la justicia revolucionaria.

Lo realmente grave es que pese a los cambios implementados por el Ejecutivo en los ámbitos de su competencia, el esquema correísta de administración de justicia está intacto en su forma, fondo y actores. Los jueces que protagonizaron las hazañas antes relatadas están sentados en sus cargos y reciben mes a mes sus remuneraciones. En este campo nada ha cambiado y hay todo por hacer. El Consejo de la Judicatura de transición tuvo una oportunidad dorada de generar los cambios que la ciudadanía aspira, comenzando por la evaluación a la Corte Nacional de Justicia, especialmente en sus salas penal y tributaria, que son a todas luces las de mayor deficiencia e impregnación política. Lastimosamente no pudieron solucionar sus diferencias internas, las cuales incluso se hicieron públicas y estas terminaron constituyendo el núcleo del debate judicial. Esto permitió un respiro a la gavilla que, envalentonada, se atrevió incluso a decir que no aceptaría una evaluación de su desempeño.

Los retos del Consejo de la Judicatura definitivo son múltiples y todo comenzará por su conformación. De unas ternas iniciales de terror, en las cuales incluso se incluyeron a protagonistas de la deconstrucción de la administración de justicia, pasamos a otras más “potables”, en donde ya se ve a candidatos de mucha valía, como Patricia Esquetini en la de la Presidencia; Yolanda Yupangui en la de la Fiscalía o Jaime de Veintemilla en la de la Defensoría Pública, entre otros. Por supuesto nos quedan algunas dudas, más aún si vemos entre los postulantes a exfuncionarios del propio Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. ¿Se los incluyó para asegurarse, por parte de los actuales consejeros, el control de la justicia en el país? Si es así, entonces nada habrá cambiado y la lógica de controlar la justicia y sus actores se reproduce. Me niego a creer que un consejo como el presidido por Julio César Trujillo cometa semejante desatino y se dé un tiro al pie de forma tan insensata. Que en un solo acto se carguen toda la credibilidad que han generado, con su actuar valiente y decidido, no tendría el menor sentido. Tanto los consejeros, como quienes aceptaron colaborar con ellos, sabían que la ciudadanía espera un aporte desinteresado y sin sesgos. Algo que no sea la reedición del “quítate tú pa’ ponerme yo” de nuestra política reguetonera. (O)