Como en una mala película de terror, quienes escribieron el guion del 30S crearon una trama confusa para llegar a un final anunciado. Ese final era el golpe y hacia allá apuntaba la leyenda del secuestro y la correspondiente identificación de los culpables. Si para ello había que pagar o chantajear, no había problema. Así se lograba el clímax adecuado de la historia o, más bien, de la historieta. No importaba si había alguna incongruencia, como la del secuestrado que acusaba a uno de sus supuestos captores por no haberle permitido entrar al lugar del secuestro y no por haberlo encerrado. Tampoco importaba que el secuestrado hubiera recibido visitas de integrantes de su gabinete, ni que al salir de allí esas personas negaran que se trataba de golpe y mucho menos de secuestro. Nada de eso tenía importancia si el objetivo era construir el relato de un hito histórico con su respectivo acto heroico.

Pero la historieta comenzó a fallar precisamente cuando se incluyó el episodio de heroísmo en el desarrollo de los acontecimientos. El rescate a sangre y fuego, a tiro nada limpio y con admirable torpeza, echó a perder el cuento. La misma arrogancia que lo llevó a meterse en el problema guio las acciones de su supuesto rescate. Su egolatría le impedía salir sigilosamente en un vehículo blindado, sin parafernalia y sobre todo sin muertos ni heridos. Escogió la peor opción en términos de su propia seguridad y de las personas involucradas en el asunto. Solo calculó que era la mejor para la construcción del relato que comenzaría minutos después, con trasfondo de baile y cantos, en su discurso desde el Palacio.

La pregunta que surge, y que estará en todos los procesos judiciales es por qué sus colaboradores y los mandos militares no se opusieron a esa decisión. En el caso de los primeros, sometidos y privados de cualquier opinión propia, la pregunta ni siquiera requiere ser formulada. Pero sí es pertinente cuando se buscan explicaciones para la acción de quienes ejecutaron las órdenes. En las primeras declaraciones, algunos de ellos han aludido a la cadena de mando, lo que equivale a ampararse en el principio de la obediencia debida. Sostienen que es lo que corresponde a su condición de integrantes de una institución jerárquica y no deliberante. Pero es mejor que no escojan esa vía para su defensa, porque existen suficientes instrumentos jurídicos internacionales para hacerla fracasar. Los jueces ecuatorianos están obligados a observar tratados y acuerdos como la Declaración de 1975, la Convención de 1984 y la Convención Interamericana de 1985, todos sobre la tortura y derivados de la Carta de Londres de 1945 (que creó el Tribunal de Nuremberg).

Frente a potenciales delitos de lesa humanidad, se impone la desobediencia debida, y así debió suceder esa noche. No lo hicieron y ahora la justicia deberá actuar en toda la cadena de mando. Finalmente, parece que se cumplirá la advertencia de Emilio Palacio que sirvió de pretexto para el juicio Chucky Seven en contra de EL UNIVERSO. (O)