Luego de que el presidente de la República durante su visita a España ha calificado de “matón de barrio” al exdictador que hoy está prófugo de la justicia, es de esperar que aquellas personas que fueron fieles seguidoras de este, rayando muchas veces hasta en la devoción y fanatismo, y que hoy por esos misterios aparentemente inexpugnables de la vida ocupan algún cargo en el Poder Ejecutivo, es de esperar, decía, que estas personas renuncien a dichas posiciones. Probablemente lo hagan discretamente, pero seguramente lo harán. Y es que sería inconcebible, por ejemplo, que siga en su cargo la ministra de Justicia; ella, cuyo fervor hacia el exdictador era proclamado a diario, una y otra vez, y que jamás le escatimó elogios y aplausos por cada cosa que él hacía, por cada palabra que él pronunciaba, por cada acción que él disponía.

No importaba cuán aberrantes o cuán corruptas, o cuán arbitrarias eran sus órdenes –eso era prácticamente lo único que sabía hacer–, que ella, que es ahora ministra nada menos que de Justicia, estaba allí para aplaudirlo con pasión y defenderlo con esmero. Pero ahora resulta que quien, según ella, era prácticamente un enviado del cielo, ha sido un matón de barrio. Un matón acostumbrado a robar, a secuestrar, a perseguir, a encubrir y, en general, a delinquir. Además, un matón vulgar, pues, así son los matones de barrio: ramplones, patanes y –cómo se ha comprobado– cobardes. Matones que apenas cambia la dirección del viento salen corriendo asustados, como lo hacen los roedores cuando se sienten descubiertos.

Que no renuncie la ministra de Justicia y que tampoco lo hagan las demás personas que, como ella, fueron fieles admiradoras de quien hoy es considerado como matón de barrio por el actual presidente, parecería una afrenta a la decencia y a ese decoro que se espera que tengan quienes ostentan una función pública, y no tanto por ellas como personas como por las responsabilidades que asumen. Que sigan tan campantes en sus cargos, como que si aquello del matón de barrio no les afecta, sería no solo acto de insolencia sino oprobio. Es que ello confirmaría además la sospecha que tienen muchos ecuatorianos de que los diez años que tuvimos al matón de barrio en el poder han dejado una marca en la sociedad ecuatoriana, que es más profunda y más grave que el déficit fiscal o la quiebra económica. Nos referimos a la marca cultural, a esa marca que hizo del cinismo, la corrupción y la prepotencia los patrones culturales que había que adoptar para ser tan exitoso como él. Ese es un tipo de daño que tomará mucho más tiempo reparar que las cuentas fiscales o los balances empresariales.

La muestra de esta realidad la ha dado hace pocos días la ministra de Justicia cuando se ha, prácticamente, burlado del informe que le han presentado sobre la situación dramática que atraviesa el exdiputado Galo Lara, uno de los tantos presos y perseguidos por órdenes del matón del barrio. (O)