Hace poco mi hija María Paz me contó acerca de la exposición de arte del ecuatoriano Paúl Rosero, que presentó en 2004 como proyecto para graduarse; se llamó La casa mañosa. En ella se exponían todas las cosas de una casa que funcionan mal, pero que con alguna maña logramos que se abra, que se prenda o que se cierre. De inmediato pensé en mi propia casa con esa puerta que debo empujar con el hombro mientras jalo el manubrio, esa lámpara que prendo y apago de manera intermitente hasta que finalmente queda prendida, esa llave de agua que gira al revés o esa cocina que, literalmente, prendo empujando. No contaré de las mañas del calefón y de la ventana de mi cuarto, ni de la tapa del baño, ni la pata de la silla, porque ¡qué vergüenza! Por suerte ya llegó el verano y empezaron los arreglos para que deje su mañosería.

Aunque las lluvias traen nostalgias, traen frío y nublan nuestro humor, a mí me gustan. Este año llovió más que nunca, ya es hora de que paren, sentí algún momento, pero las lluvias traen también buenos recuerdos, memorias de esa ciudad lluviosa en la que crecimos y de la época en que no nos quejábamos de ella. Quito era una con lluvia, era una ciudad en la que los niños íbamos al colegio con encauchado, sí encauchado, así lo llamábamos antes de que el primer boom petrolero nos volviera sofisticados y empezáramos a llamarlo “gabardina”. Los encauchados junto con los zapatones, comprados en El Globo, y el paraguas eran parte infaltable de nuestro atuendo de invierno. Se preguntarán ¿qué diablo es un zapatón? Pues eran unos zapatos de caucho, tipo mocasín, que se usaban encima del zapato de cuero para protegerlo de las aguas.

Me robó el paraguas la madre Alicia, le dije a mamá el día que llegué a la casa hecha una sopa. Ella con sabiduría sentenció: ¡¿Dónde lo habrás ido a botar?! La monjita se ha de haber encontrado el paraguas. Le tienes que pedir, ordenó, pero nunca me atreví.

Todo en la vida seguía su cauce natural, hasta que llegó el petróleo, el cemento, los alcaldes modernistas y los militares.

Quito era una ciudad de quebradas y era por allí que el agua lluvia encontraba su cauce. Todo en la vida seguía su cauce natural, hasta que llegaron el petróleo, el cemento, los alcaldes modernistas y los militares. No sé si estos últimos llegaron oliendo los petrodólares o como parte del Plan Cóndor, tal vez más lo primero que lo segundo y viceversa, como dice el poeta. Llegó el cemento y proliferaron los nuevos ricos. Se empezó a vivir contradiciendo la razón natural, urbanizando todo, hasta los bosques, tapando todo, hasta las quebradas, y derrocando todo, hasta edificios históricos, arupos, acacias, pinos y magnolios.

Hace unos días Diego Pérez Ordóñez escribió: Creo que no hay memoria de una decadencia política, histórica, arquitectónica y cultural como la de Quito. Y es verdad, Quito es ahora una ciudad mañosa que no se arregla ni en el verano, una ciudad donde todo funciona mal, donde caminar es un riesgo por lo sucia, por lo caótica, por lo irrespetuosa. Duele decirlo, pero más duele verla tan fea y decadente, sin norte, sin brújula. (O)