“Somo’ lo’ negro má’ lindo’ d’Ecuador/ No somo’ ecuatoriano’ sino venezolano’/ En este trolebús venimo’ a cantar/ Por una monedita que a usté’ le ha de sobrar”. Así comienza el rap de los dos adolescentes venezolanos que abordan el transporte quiteño en la terminal de El Labrador, acompañándose con un parlante que emite la percusión sincopada. Pertenecen a los miles de inmigrantes que llegaron desde la década pasada y que hoy pueblan nuestras ciudades. Aunque parezca cruel, hay clases sociales entre ellos. Los más pobres son los haitianos, que dominan el sector de los cuidadores informales de automóviles. En el nivel intermedio están los venezolanos: vendedores ambulantes, mozos de restaurantes y malabaristas callejeros. Los más prósperos son los cubanos: médicos, burócratas e intelectuales.

“Con una d’esta’ niña’ no’ vamo’a enamorar/ Y tarde o temprano no’ vamo’ a casar/ Para poder entonce’ nacionalizar/ Y en esta linda tierra no’ vamo’ a quedar”. ¿En serio? Las dos o tres chiquillas quiteñas que viajan sentadas, no se dan por aludidas y permanecen absortas en sus teléfonos celulares. En otra época, los modestos emigrantes ecuatorianos se casaban con gringas para obtener la ciudadanía estadounidense. ¿Acaso ahora el matrimonio con ecuatorianos –al margen del sentimiento amoroso– les permite creer a algunos inmigrantes pobres que pueden radicarse en estas tierras para disfrutar del “milagro ecuatoriano”? Quizás, porque muchos recién llegados y no pocos ecuatorianos todavía creen en milagros, sobre todo en el portento que el taumatúrgico gobierno anterior vendió dentro y fuera del país.

“Por esta bienvenida damo’ gracias a Lenín/ Por ser el presidente d’este lindo país/ Acá hemo’ venido pa’ empezar a progresar/ Porque donde nacimo’ no hay donde trabajar”. ¿Hay continuidad entre nuestro gobierno actual y el anterior en la política exterior y la acogida a los migrantes? Aparentemente la hay para la oleada de venezolanos que siguen llegando cada día y duermen en la Terminal Terrestre norte de Quito, hasta decidir si se quedan o intentan llegar a Chile. En relación con los Castro, Chávez, Ortega, Maduro, y demás constructores de la miseria latinoamericana del siglo XXI, la indefinida política exterior morenista no se diferencia de la complicidad correísta. Nos comportamos como un país próspero sin serlo, invitamos –en nombre de la solidaridad– a los que quieran venir sin tener posibilidades para recibirlos, e incubamos una explosión social sin querer saberlo.

“Hace tiempo no’ casamos con un bello señor/ Y no es porque nosotro’ seamo’ guei/ Se llama Jesucristo y ese e’ Nuestro Señor/ A Él le adoramo’ con todo nuestro amor”. La inesperada y poco feliz invocación a la caridad cristiana de los viajeros del trole quiteño no conmueve a nadie. Los pasajeros miran aburridos por la ventana y ninguno regala una monedita a los pequeños rapaces raperos. ¿Tenemos mendigos propios? Los adolescentes descienden en la parada La Carolina riendo y empujándose entre ellos, para volver a intentarlo en el próximo trole. Al menos en algo ya nos parecemos a los países ricos de Europa y Norteamérica: nosotros también tenemos inmigrantes pobres y tampoco sabemos qué hacer con ellos. La gran diferencia es que nosotros, ni para nuestros propios pobres hemos construido más alternativa nacional que la limosna.(O)