Tenía que llegar al Estudio Paulsen, una de las varias opciones para ver teatro en el Guayaquil de hoy. Impresiona la multiplicidad de escenarios y la emergencia de rostros nuevos sobre las tablas. Cuando se repara en la oferta dramatúrgica de la ciudad, cuya base podría provenir de los estudios formales que se pueden hacer en varias instituciones, nos explicamos que cada fin de semana haya piezas que atraen la atención. Llegué al Paulsen, decía, para superar el “me han contado” con mis propios ojos.
La casa Pintado, reliquia del barrio Las Peñas que fuera el lugar donde el músico Antonio Neumane compuso el Himno Nacional, ha sido restaurada sin perder su sabor antañón –las cañas vistas, las chazas en su puesto, las balaustradas para acodarse–, pero tratando de ser el espacio adecuado para atender a asistentes que van a ser espectadores no solo de una pieza teatral, sino a vivir un ambiente. La posibilidad de asomarse al río en la noche –demasiado oscuro a la vista–, de tomarse un trago antes de la función son parte de la experiencia de esta visita.
La sola mención de que la Fundación Paulsen, que lidera Carlos Ycaza, nació para impulsar la educación teatral en la técnica Meisner obliga a detenerse sobre ello. ¿Qué aporta esa técnica? ¿Qué debe saber el espectador común? Cualquier consulta deja en el aire ideas sueltas: que se basa en la escucha de un actor a otro, que dispara el mecanismo del impulso, la educación de una autoconciencia sobre la escena y dentro de circunstancias imaginarias. Pero el resultado de los esfuerzos actorales frente al público siempre será el mismo: el ingreso momentáneo a una cápsula mental en la cual se viven experiencias ajenas como si fueran propias –caso de la identificación– o el llamado a rumiar impresiones e ideas durante largo tiempo –caso distanciamiento–. Los pasos que practicaron para llegar al momento culminante quedan en la cocina de los artistas, en los afanes conjuntos de los equipos. Arte plural por excelencia, el teatro ni en monólogo es solitario.
Lo cierto es que crecemos en oferta y demanda teatral. No tanto como quisieran quienes se esfuerzan por renovar la oferta. El microteatro se siente contento cuando consigue público para sus 16 butacas por función, pero las salas que tienen capacidad para 60 u 80 personas requieren de más adherentes. Todavía la inclinación dominante es por la comedia ligera, la farsa, la hiperbolización de los caracteres, que no crea asistencia más selectiva o simplemente, más abierta para lo diferente. La gente sigue pensando que ir al teatro significa ir a reír, que la diversión camina por los senderos del humor, y nada más. El llamado a ponerse serios es menos acogido.
Debemos darnos más tiempo. Pese a que los guayaquileños tuvieron espectáculo de temple desde finales del siglo XIX, las caídas y los vacíos del desarrollo teatral posterior supusieron demasiados hiatos. Ya hemos vuelto a arrancar, la cosa madura.
Mi ingreso al mundo del Paulsen fue propiciado por el trabajo de Julián Martínez, dramaturgo y director, y de Montse Serra, actriz, en el unipersonal La soledad y los muñecos inflables, pieza muy versátil que pese a sus múltiples vericuetos argumentales, jamás pierde la unidad. Salí contenta. (O)









