Somos de lejos la región más desigual del planeta, incluso más que la denostada África, que también es mucho menos violenta que América Latina. Algo nos pasa para no darnos cuenta de este fenómeno que nos golpea en cifras lamentables, como el hecho de tener un país como Brasil, en donde se cometen más de 54 mil crímenes por año, pero, sin embargo, miramos hacia otros destinos que creemos más violentos que esta nación que tiene fronteras con todos los países del subcontinente del sur menos con Chile. No queremos asumir estas cifras y menos usar al Estado como un estadio que permita atenuar y morigerar los efectos desastrosos que producen en nuestra existencia. Pareciera que ni la vida nos importara, con los números de la delincuencia y la criminalidad que cada daño nos devuelven cachetazos en la cara de los efectos desastrosos de la inequidad.

Nuestras ciudades se han convertido en guetos y los que poseen capacidad económica refugiados en countries, chacras o barrios privados con una fuerte inversión en guardias privados que en algunos países, como Paraguay, ya superan el número de policías uniformados tan escasamente confiables para todos. Uno de los países más inequitativos de América es, por ejemplo, Chile cuyos habitantes, sin embargo, tienen en sus Carabineros la organización más creíble a nivel social, aunque ya salpicada de escándalos recientes. Las bandas criminales se han vuelto tan sofisticadas que superan en capacidad de fuego a los que deben tener el monopolio de la fuerza; y las zonas marginales de nuestras ciudades, como las favelas brasileñas, convertidas en sitios de peregrinaje de turismo peligroso para muchos. Vivir la experiencia de las barras bravas argentinas cuesta más de 100 dólares para japoneses o suizos hartos de vivir en sociedades tan bien organizadas y equitativas que no logran comprender cómo es sobrevivir diariamente en grupos que representan con mayor gravedad las peores formas de inequidad.

Las políticas de contención de la pobreza han sido parches que demostraron en la práctica ser parte de un mecanismo altamente sofisticado de corrupción pública. Usando el argumento de la inequidad, muchos burócratas se volvieron conocidos y algunos hasta llegaron a ser connotados presidentes, como Lula en Brasil y Cristina Fernández en Argentina, y hoy enfrentan juicios penales por malversación y peculado. Incluso los pobres han aumentado la riqueza de unos pocos, volviendo aún más inequitativo al subcontinente.

Las miradas egoístas, los mecanismos tributarios injustos, la escasa capacidad del Estado sobrepasado por poderosas corporaciones que han tomado el control de la gestión pública nos demuestran que la lucha contra la inequidad y la pobreza deben ser las grandes banderas de nuestros políticos, embelesados hasta ahora en mirar el dedo que señala una luna ignorada donde vive y se sostiene la peor de las inequidades.

Hay que retornar la mirada a donde corresponde y no solo preocuparse sino, por sobre todo, ocuparse en serio de este grave problema. (O)

 

Las políticas de contención de la pobreza han sido parches que demostraron en la práctica ser parte de un mecanismo altamente sofisticado de corrupción pública.