Gracias al señor vicepresidente del Ecuador podemos reflexionar sobre la actualidad del término “histéricas”, desde el uso que él le ha dado para (des)calificar a las asambleístas que demandan su enjuiciamiento político. Para una reseña de la histeria, desde sus orígenes médicos en el antiguo Egipto hace cuatro mil años, hasta su conjugación en el tiempo presente del modo peyorativo por parte de machos, políticos y políticos machos, remito a los lectores al excelente artículo que Nessa Terán publicó el reciente lunes 3 de julio en www.gkillcity.com. En esta columna me detendré momentáneamente en un hito de aquella reseña: la vigencia de la histeria en su condición estructural, clínica y discursiva, en la psiquiatría y en el psicoanálisis desde Freud hasta Lacan.

Desterrada del vocabulario oficial de la psiquiatría desde hace décadas, y “subsumida” bajo otras categorías como los trastornos somatomorfos o los disociativos, la palabra “histeria” mantiene vigencia extraoficial en algunos colegas psiquiatras, quienes llaman “histéricas” a aquellas pacientes incómodas o difíciles de tratar. Esta enunciación del término está emparentada con la del vicepresidente ecuatoriano. Distintas son la vigencia y la connotación de la histeria en el psicoanálisis. A partir de su sintomatología polimorfa, de trastornos corporales y de conciencia que no obedecen a causas orgánicas, Sigmund Freud descubrió el inconsciente del psicoanálisis. Aquella expresión sintomática de la histeria no ha desaparecido completamente un siglo después; aunque hoy en día, y sobre todo en las sociedades industrializadas, surgen otros cuadros clínicos también expresados a través del cuerpo.

Pero la histeria no es solamente una demanda clínica. También es un discurso que da cuenta de una posición subjetiva, según Jacques Lacan. El discurso de la histérica es vecino del discurso del amo, con el que establece relación íntima aunque ambivalente. Las histéricas siempre necesitan un amo; si no tienen uno, lo construyen con lo que esté a la mano. Entonces, lo sostendrán en ese lugar hasta donde les sea posible, y lo dejarán caer cuando ya no haya remedio, para buscar otro. En cuanto a su posición subjetiva, la histeria se mantiene en la insatisfacción frente al deseo, a través de los síntomas o de la queja inagotable. Así, la histeria es un discurso común en la vida social, que ocupa un lugar destacado en la vida amorosa y en la vida política de los seres hablantes, lo cual es más evidente cuando estas dos se superponen, como ocurre con frecuencia en el Ecuador.

El momento que un político, un médico, un marido o cualquier hombre ordinario califica a una mujer como “histérica”, ¿estaría emitiendo un diagnóstico silvestre? ¿O más bien estaría ocupando el lugar del amo –sin saberlo– en esta enunciación? Un amo que espera devoción, sometimiento y obediencia de las mujeres, quienes no se avergonzarán de confesarse “sumisas” ante él. El idilio durará hasta que el amo revele su inconsistencia, la suplantación de la autoridad por el poder y el hecho de que él no es Uno total y completo. Es decir, hasta que se descubra que es un hombre común. Allí aparecerán la decepción y la denuncia. Así, las “histéricas” de Jorge Glas lo serán solamente si se prueba que antes estuvieron “subsumidas” al amo. (O)