La ciudad de los canales, las bicicletas, Anna Frank y las flores. De museos increíbles como los de Van Gogh y Rembrandt. De los coffee shops donde el olor de la cannabis se mezcla con los escaparates de muchachas de alquiler. La ciudad que se ofrece y te invita a sentirte parte de ella con ese delicioso juego de palabras en inglés (I Amsterdam). Esa ciudad que, como ninguna otra, concentra el legado y habla de la historia de los Países Bajos, marcada por el designio del comercio y los confines a los que sus navegantes y aventureros osaron adentrarse para abrir las puertas al mundo de una comunidad de ascética impronta calvinista. Ámsterdam es una mezcla increíble de legados, gente y canales, construida como uno de los más importantes centros comerciales y marítimos del mundo, contradiciendo el sentido común de un mar que siempre ha querido engullírsela.

Me dejé sorprender y seducir por la sobriedad, tolerancia y simpleza con la que la vida se manifiesta en la desembocadura del río Amstel. Es una especie de joya de civilidad, que invita a hacerse varias preguntas sobre el presente y el futuro. ¿Podemos convivir a escala humana sin la estresante y abrumadora presencia de autos? ¿Se puede crecer y florecer en unos contornos directamente enraizados en la historia, sin perder modernidad? ¿Es factible romper el estigma del negocio de la droga sin que la comunidad y su estructura colapsen como resultado de la “permisividad”? ¿Se puede hacer partícipe de esta visión a personas con pasados, religiones y miradas distintas, sin que la diversidad se vuelva inmanejable?

Ámsterdam es un contraejemplo que plantea alternativas viables a varios de los problemas que afrontan las sociedades globales. Pero presupone varias cosas. Por ejemplo, que ciertos valores, como el de la tolerancia, estén tan presentes en una ciudad como los canales o la arquitectura que la caracterizan. Que adultos toleren que otros adultos consuman pequeños niveles de droga como la marihuana, en lugares habilitados para ello, con provisión de atención médica, no significa que la comunidad esté impulsando su consumo, sino que observa que se trata de un problema de salud pública y lo aborda como tal, de la misma manera como antes lo hizo con la prostitución. Que el barrio rojo no es un espacio de permisividad pecaminosa sino de inclusión y resguardo frente a un problema social –que se aborda como lo que es– es una idea que comparten cristianos, judíos, musulmanes y ateos de todos los rincones del planeta que viven en la ciudad.

Ese es otro aspecto que engrandece a Holanda y a Ámsterdam, en particular. Los valores de tolerancia y respeto por la diversidad, se han construido y se siguen construyendo en un ambiente multicultural, multiétnico y de pluralidad religiosa. Es un valor que prevalece a pesar de las dificultades que Europa ha enfrentado los últimos años con la crisis migratoria por los refugiados y los últimos ataques vinculados con el terrorismo en Francia, Bélgica y Alemania. Cierto es que las medidas de seguridad se han incrementado en la Unión Europea, pero en Ámsterdam y los Países Bajos el ambiente de respeto ha permitido construir otro tipo de canales y de puentes de comunicación entre sus habitantes, casi tan duraderos como los que repletan la ciudad. La difícil amalgama de tolerancia y diversidad es el cimiento de la sociedad holandesa.

Otro hecho alentador es cómo pasado y modernidad pueden convivir en equilibrio. Cuando una ciudad como Ámsterdam cuenta con más bicicletas que personas –quienes usan esos medios de transporte todos los días, todo el año, a pesar de la lluvia o la nieve– o cuando sus edificios señeros mantienen su esencia por voluntad de sus habitantes, el mensaje es claro: la modernidad no puede ser una bandera sin contrapeso. Es la autorrestricción en aras de un modelo sostenible lo que permite la armonía. El llamado es elocuente cuando la que lo pone de manifiesto es una de las ciudades más bellas y de mayor ingreso per cápita del planeta.

¿Es factible pensar que nuestras ciudades puedan “amsterdamnizarse”? Es una empresa complicada si pensamos que nuestras sociedades deben tratar de congeniar valores como la tolerancia, la diversidad, la integración y la sostenibilidad, junto con las presiones constantes de la globalización, los extremismos y el emerger de las reacciones identitarias extremas. Es cierto que las características únicas de la ciudad corresponden a una construcción social que ha privilegiado una visión sobria de la vida en aras de permitirle desarrollarse en el tiempo. Pero pueden servirnos a todos como un ejemplo que trasciende las utopías. Y cuya existencia sirve como un norte para el resto de urbes. (O)

Es la autorrestricción en aras de un modelo sostenible lo que permite la armonía. El llamado es elocuente cuando la que lo pone de manifiesto es una de las ciudades más bellas y de mayor ingreso per cápita del planeta.