A quienes tienen nostalgia por un arte comprometido, o mejor dicho, militante, término que ahora se repite como si este le diera un brillo particular a las obras de escritores que buscan esa militancia –brillo que tiene algo de “vintage”–, se les escapa que un escritor puede muy bien tener una postura política y ser activo en ella, pero no por eso somete su obra a tales consignas. En esto Pablo Palacio sigue siendo ejemplar en el perverso escenario ideologizado, y con conciencia de culpa, de la literatura ecuatoriana: fue un militante socialista pero ni por asomo lo evidenció en su literatura, que hasta parecía contraria a las expectativas de su partido. Esta dicotomía entre arte militante e independiente tiene una larga historia tenebrosa: por una parte estaría el arte comprometido con la sociedad y la política, encumbrado en la seráfica torre del poder y, por la otra, la pureza intocada de la torre de marfil a la que le apesta el mundo.
Pero esos extremos son difusos, exageraciones de la parte contraria que simplifican la realidad. Al escritor encerrado en la torre de marfil le resulta imposible escapar de las vinculaciones que tiene el lenguaje con la sociedad de su tiempo. La sintaxis y el léxico es el territorio inevitablemente social que el escritor hereda y transforma por las mediaciones de la escritura, aunque hable de extraterrestres o fantasías líricas. Ese lenguaje vuelve a su comunidad mediado por la experiencia del escritor, incluso encerrado en su torre. Por lo general, se asocia a la torre de marfil con los poetas, quizá porque a la poesía no se le exige necesariamente una responsabilidad con lo real, que sí ocurre o se espera tácitamente de la novela. En lo que corresponde a las obras “militantes” que apelan a un deseo de modificar lo real, la dimensión estética es irrenunciable y, al menos, el novelista apostará por una cierta ambigüedad que no convierta la obra de arte en panfleto y permita al lector un mínimo de juego imaginativo en el cual pueda participar.
Las fronteras entre los dos registros o mundos de escritura son porosas, nada nítidas. Incluso asumen cierta forma de enmascaramiento, en la que se mete gato por liebre. Es allí donde el lector detectará en las obras ese olor lento, difícil de precisar pero incuestionable, de quienes defienden una militancia en las obras y, al mismo tiempo, alardean de un rango estético: el maniqueísmo.
Cuando se divide el mundo entre buenos y malos, entre ellos y nosotros, nos encontramos con el maniqueísmo. La operación no consiste en reducir la realidad a esos polos, sino en estar predispuesto a hacerlo. Por eso el maniqueísmo es definido como una tendencia, o una predisposición, a crear una confrontación tan radical entre buenos y malos. Porque no se trata de olvidar las relaciones del individuo con su comunidad –y no solo con la de nacimiento– sino de no utilizar el pretexto militante para justificar o correr un velo sobre las carencias estéticas de obras mediocres. La obra literaria es mucho más que “algo útil”, expresión que Lenin utilizó al referirse a la novela de Máximo Gorki, La madre.
La historia de Gorki bajo el régimen soviético está muy bien recreada por Frank Westerman en su libro Ingenieros del alma, donde trata de los escritores bajo el totalitarismo. Gorki, que había apoyado a la revolución bolchevique, se empezó a dar cuenta de sus errores. “Incendiarios que someten al pueblo ruso a un cruel experimento”, llegó a decir de Lenin y Trotski. Sería Stalin quien se encargaría de seducir y engañar a Gorki para traerlo a Rusia desde su refugio de Sorrento. Lo sacó de la torre de marfil y lo llevó a los pantanos de la demagogia. Westerman recuerda que la noche del 26 de octubre de 1932, Stalin convocó a decenas de escritores a una reunión en la casa de Gorki, una hermosa casa (burguesa) que Stalin le facilitó a Gorki para su regreso a Moscú. Allí Stalin les dice a los escritores que deben colaborar con la transformación del alma rusa, que la producción de almas humanas es de suma importancia. Y entonces dice: “alzo mi copa y brindo por vosotros, escritores, ingenieros del alma”. A partir de ese momento los escritores rusos dirigirán sus obras a las exigencias políticas de Stalin, y se inaugura una censura feroz para quienes no las obedezcan. Lo mejor de la literatura rusa será precisamente aquella que no obedeció a Stalin, incluso perseguida por él. Westerman destaca la figura crítica del gran cuentista Platonov. Yo prefiero la de Bulgakov. Su gran novela El maestro y Margarita, siendo una historia de fantasía delirante así como una historia de amor elíptica, es una crítica al poder reivindicando la libertad de los escritores. Margarita, volando desnuda sobre una escoba, destruirá los vidrios del edificio donde parasitan los escritores oficiales que censuran la obra de su querido maestro.
Siempre habrá artistas incautos que esperan la palmada del ideólogo de turno. Aunque parezcan tiempos lejanos, el remanente pernicioso en la era democrática es la autocensura. Estos artistas pueden no recibir palmaditas en el hombro, sino algo peor: se las dan a sí mismos. Creen que nadie notará ese maniqueísmo bajo un ideal que los justifica. En realidad el artista controla poco, acepta más que elige lo que le impone esa zona extraña de su necesidad expresiva, ese núcleo donde todo se integra y que es el corazón mismo de su arte. Pero en esa aceptación de sí mismo es donde debe elegir volcar su talento y exigencia, sin hacer loas a los mandarines, a las iglesias, a los mercados y a los revolucionarios de turno que indican el tema nuclear del momento. Así su obra parecerá gratuita e inútil en un primer momento. Eso precisamente la salvará y se verá que era otro el mundo que estaba oculto en su propio tiempo. (O)
Siempre habrá artistas incautos que esperan la palmada del ideólogo de turno. Aunque parezcan tiempos lejanos, el remanente pernicioso en la era democrática es la autocensura. Estos artistas pueden no recibir palmaditas en el hombro, sino algo peor: se las dan a sí mismos. Creen que nadie notará ese maniqueísmo bajo un ideal que los justifica.










