No hay nada más internacional, democrático ni participativo que hablar de fútbol. Haga la prueba y verá que charlar con otros sobre Barcelona, Pelé, Messi y las Copas del Mundo es un abracadabra que abre puertas y corazones sin importar geografías, idiomas, culturas ni edades. El fútbol es un deporte cuya pasión y belleza insufló en los siglos XX y XXI un incurable virus que ha “contagiado” a casi toda la humanidad. El alcance e importancia del fútbol para la vida diaria de las personas rivaliza con cualquiera de las organizaciones internacionales existentes, muchas de las cuales no cuentan ni de cerca con los 209 países asociados a la FIFA, ni asemejan su poder social, económico ni político.

El problema es que los jerarcas de la FIFA han abusado sistemáticamente de ese poder, tejiendo un manto de impunidad cuyo descaro parecía no tener límite. Solo cuando Loretta Lynch destapó en el 2015 el sistema de sobornos que infectó el fútbol en las Américas, fueron incriminados varios dirigentes, gatillando también la renuncia de Joseph Blatter. La noticia no fue novedad. Durante décadas se han acumulado denuncias sobre la organización mafiosa en que se convirtió la jerarquía del fútbol. Lo novedoso fue que por primera vez se judicializaron los escándalos y que hechos similares se destaparon en otros deportes, como el atletismo y el tenis. Desde el 2015, el clamor generalizado por la transparencia en la institucionalidad deportiva parece no tener retorno.

Por eso la elección del nuevo presidente de la FIFA en febrero es una oportunidad para preguntarnos cuál es el fútbol que queremos. Todos los candidatos pregonan transparencia, democracia y rendición de cuentas. La ilusión de un cambio en la FIFA y en la forma de administrar el fútbol aparece espontánea tras la renuncia de Blatter y los llamados a las reformas. Pero lo lógico es atemperar esa ilusión porque una historia de muchas décadas de corrupción es difícil de borrar de un plumazo y con solo una persona. Un cambio sencillo y eventualmente efectivo puede ser el de limitar los periodos de reelección y la obligación de rendición de cuentas, personal e institucional, sujeta a la fiscalización de apropiados órganos de veeduría locales e internacionales.

La FIFA tiene el monopolio de la organización de las Copas del Mundo de todas las categorías, pero la joya de la corona es el Mundial de fútbol masculino. Las postulaciones a este evento han dado pie a mucha corrupción y a acciones indebidas por parte de los países aspirantes. La elección de sedes mundialistas debiera tener dos componentes: alta calidad técnica y, sobre todo, ética. Esta última, además de probidad debe incluir responsabilidad social, para que no se repita lo ocurrido con Catar y su oferta estratosférica. El costo estimado de la Copa del Mundo de Sudáfrica fue de 2,7 mil millones de dólares y en Brasil de 15 mil millones de dólares. En Rusia 2018 se estima que llegará a los 20 mil millones de dólares. Mientras tanto, el presupuesto catarí alcanzará los 200 mil millones de dólares.

La reflexión ética no debe centrarse solo en la corrupción. Lo del Mundial de Catar debería llevar a un cuestionamiento mucho más profundo sobre el tipo de deporte y espectáculo que queremos. No podemos seguir validando los excesos que comienzan a producir fuertes desequilibrios, empezando por el más visible de la corrupción, pero alcanzando también aspectos deportivos y de sostenibilidad financiera del fútbol mundial.

Las características de quien va a tomar las riendas de la entidad también son cruciales. Se necesita alguien que brinde garantías de transparencia, probidad, convicción para realizar los cambios y capacidad de gestión de equipos. Varios de los nombres que se barajan tienen pros y contras, pero además una característica común: son hombres. Una idea que ha empezado a surgir es que la FIFA pueda ser encabezada por una mujer, algo que si bien parece demasiado novedoso en un deporte mayoritariamente masculino, no suena tan descabellado cuando se piensa que los cambios que requiere la institución deben ser de raíz y con una mirada fresca.

Los hinchas, jugadores, dirigentes y los medios de comunicación no podemos ser cómplices, financiando al fútbol o usufructuando de él y luego quejándonos de la corrupción imperante. De nada sirve si se espera a que cada cuatro años, durante la elección de autoridades, o gracias a investigaciones independientes, las anomalías salten de nuevo a la palestra. Así como las sociedades nos organizamos para pedirles a los gobiernos rendición de cuentas y combate a la corrupción, a todos los que amamos al fútbol nos compete la misión de poner el tema en el debate público, en exigir que se implementen reformas y en hacer posible que el fair play se dé, sobre todo, dentro de la FIFA y las federaciones locales. (O)

No podemos seguir validando los excesos que comienzan a producir fuertes desequilibrios, empezando por el más visible de la corrupción, pero alcanzando también aspectos deportivos y de sostenibilidad financiera del fútbol mundial.