En el último libro de William Easterly, La tiranía de los expertos: los derechos olvidados de los pobres, se aprende acerca de los orígenes de lo que hoy conocemos como la economía del desarrollo y se cuestiona lo que los expertos pueden lograr en la lucha contra la pobreza y la opresión.

Easterly inicia su libro comparando las apreciaciones de dos economistas célebres que compartieron el Premio Nobel de Economía en 1974: Friedrich Hayek y Gunnar Myrdal.

Myrdal creía en lo que él denominaba “la ingeniería social”. Consideraba a la sociedad tan manejable que en un libro publicado en la década del 30, él y su esposa proponían como solución, a lo que se percibía como una crisis demográfica en Suecia, descartar “la casi patológica” familia tradicional. Esta resultaba en que los padres suecos le presten demasiada atención a cada niño y, por lo tanto, decidan tener menos hijos. De manera que los niños deberían ser criados en guarderías infantiles estatales como parte de “un gran hogar nacional”. Los Myrdal consideraban que esto “formaría un mejor material nacional”. Leyendo esto se me vinieron a la mente los Centros Infantiles del Buen Vivir (CIBV) en Ecuador. Bajo esta mentalidad, el desarrollo es una cuestión puramente técnica y uniforme.

Hayek, en cambio, reconocía la historia del progreso en Occidente al señalar en su famosa obra Camino de servidumbre que “solo desde que la libertad de industria abrió el camino para el libre uso del conocimiento, solo desde que todo podía ser intentado –si se podía encontrar a alguien que lo respaldara incurriendo su propio riesgo– (...) es que la ciencia ha logrado grandes avances que en los últimos ciento cincuenta años han cambiado el rostro del mundo”.

Easterly enfatiza que este no sería el tradicional debate entre el Estado versus el mercado, sino más bien entre el desarrollo autoritario versus el desarrollo en libertad. Myrdal se imaginaba “un gobierno y su séquito como los sujetos activos en la planificación, y al resto de la gente como los objetos relativamente pasivos de las políticas que surgen de la planificación”. De esta misma corriente de pensamiento proviene todo individuo –los hay socialistas, conservadores y de otros colores– que añora llegar a concentrar poder político para imponerle a toda la sociedad decisiones íntimas: desde lo que podemos fumar y dónde, hasta lo que debemos comer y lo que nuestros hijos deben aprender en las escuelas.

Aquí incluso hay expertos que se han propuesto promover la felicidad como objetivo nacional y una publicación del Estado sostiene que es posible calcular la felicidad de todos los habitantes del país –excepto los indígenas, para quienes el autor la calcula “por separado”– en torno a una fórmula matemática.

Pero detrás de esas complicadas fórmulas está ese desprecio por el derecho que tiene cada individuo a elegir sobre la mayoría de los aspectos de su vida, acompañado de una arrogancia de poseer un conocimiento superior de lo que les conviene a otros. Esto contrasta con la confianza que tenía Hayek en “los esfuerzos independientes y competitivos de muchos”, su respeto por el derecho de las personas a planificar sus propias vidas y la humildad de reconocer que los conocimientos que alguien pueda tener siempre son limitados, sin importar cuántos Ph.D. se hayan obtenido.