La muerte de García Márquez ha sido un renacimiento. La reedición completa de sus títulos ha invitado a una nueva lectura. Me he planteado la pregunta: ¿con qué García Márquez me quedaría? Di una primera respuesta en un artículo anterior y ahora quiero ampliarlo para destacar una de sus últimas grandes novelas, El amor en los tiempos del cólera.
No puedo dejar de leer la evocación que hizo el mismo García Márquez sobre los cuentos de Hemingway como algo que podría aplicarse a él mismo: “Toda la obra de Hemingway demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro del ámbito vasto y azaroso de una novela. Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas”.
Si pensamos en las grandes novelas de García Márquez, y en las más extensas, veremos que son tres: Cien años de soledad, El otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera. He releído muchas veces la primera, no he podido releer la segunda, y he llegado a la conclusión de que me quedo con la última como uno de sus mayores logros. Efectivamente, en él mismo es evidente que lo superfluo se nota en alto grado, así ocurre en El otoño del patriarca, e incluso en ciertos momentos de Cien años de soledad, donde el exceso verbal y fantástico devora una línea narrativa que se diluye en un cúmulo de episodios. Mientras que en El amor de los tiempos del cólera los excesos han sido dominados hasta la precisión maniática sobre la evolución de sus personajes centrales. Ya no hay aquí añadidos “mágicos”, sino una articulación perfectamente ensamblada hacia la comprensión de un triángulo amoroso: el de una pareja ceñida a las convenciones de un matrimonio, el de Juvenal Urbino y Fermina Daza, y el de la historia postergada de un amor entre ella y el eterno e imposible amante que, solo tardíamente, llega a ser Florentizo Ariza. Novela plantada con los pies sobre la tierra de la infatuación sentimental, El amor en los tiempos del cólera muestra cómo se ha decantado ese “ámbito vasto y azaroso de una novela” en el registro cotidiano y prosaico de un matrimonio previsible y un mujeriego idealista. El detalle de los amores fugaces de Florentino es la pura concreción del dominio técnico de García Márquez. Igual tesitura se encuentra en la precisión de El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada, o en sus cuentos magistrales, donde nada sobra o, mejor dicho, donde cada palabra apunta al blanco del cuento, ese aliento genial de corta duración que él admiraba en Hemingway. Los excesos de realidad en sus obras, como la que se encuentran en La mala hora, La hojarasca, o en Noticia de un secuestro, y los excesos fantásticos en Del amor y otros demonios, son el precio de variantes en las que el autor iba afinando sus dominios.
Se ha dicho que con Stendhal hay dos lectores de sus novelas, los iniciales de Rojo y negro y los tardíos de La cartuja de Parma. A los lectores de la primera se les escapa o no ven la importancia de esas variantes impredecibles de la segunda. He pensado en este binomio, y en el mismo orden, con Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera. No por el tema, sino por el tratamiento, el enfoque y la cohesión de sus múltiples historias. No hay ambición de saga en El amor en los tiempos del cólera, no es la fuerza de la naturaleza y de la Historia la que arrasa con una comunidad, sino que es la fuerza y la resistencia de individuos concretos los que sobreviven para la posibilidad de un mundo, por más limitado y estrecho que este sea. Esta es la Latinoamérica, no diré más real pero sí más próxima, que no percibirá el lector de sagas de mundos exóticos. En la ecuación entre realidad e imaginación, y las distintas desmesuras que García Márquez cometió con destreza, es donde se encuentra no solo su logro estético, sino la manera de leerlo y las necesidades de distintas épocas y lugares. Ya no existe esa imagen de Latinoamérica de Cien años de soledad, donde se arrasa un mundo sin más futuro que una fatalidad mítica, sino probablemente la otra, la de una realización tardía, menos declamativa, más prosaica, que quiebra el relato de lo ideal, pero que abre una brecha en las dificultades, no tal como se la esperaba, y con el precio de una larga e impaciente espera.
Por supuesto, la realidad de nuestro tiempo no es la de El amor en los tiempos del cólera, pero nadie ha estado hablando de lo real cuando se habla de una novela. Quizá porque, como decía Pascal Quignard, el novelista es el único mentiroso que no calla el hecho de que está mintiendo. Y la mentira espléndida de esa última gran novela de García Márquez consiste en hacernos suponer que ese mundo del que habla ha desaparecido y que está hablando del amor. Ni mucho menos. Hace consciente al lector no de que ha vivido en la equivocación, como ocurre con el matrimonio de Juvenal y Fermina, sino que la supervivencia dentro de esa equivocación era una forma de vida. Y que el idealismo de Florentino Ariza también es otra forma de vida dentro de su delirio fantasmático, porque ha sobrevivido gracias a sus promiscuas amantes que le aletargaban la espera romántica, que termina convertida en un esperpento. Esa ambigüedad, esa convivencia de dos verdades abriendo un escenario múltiple a la rigidez convenida de lo real, es la única certeza por la que se desplaza, feliz y peligrosamente, toda gran novela que enseña a dudar.
En la ecuación entre realidad e imaginación, y las distintas desmesuras que García Márquez cometió con destreza, es donde se encuentra no solo su logro estético, sino la manera de leerlo y las necesidades de distintas épocas y lugares.










