El mismo nombre Tababela me suena a ensalmo, fórmula mágica para conjurar peligros, comunicarnos con los espíritus, practicar algún tipo de exorcismo. El lugar ostenta durante ciertos meses una neblina testaruda que impone demoras en el despegue de diversos aviones. La aerofobia, miedo a volar, suele ir acompañada de claustrofobia, temor a los espacios cerrados; acrofobia, terror a la altura. Sé que de varios millones de pasajeros uno tan solo tiene una lejana probabilidad de morir, pero me pregunto por qué aquel pobre diablo no sería yo. Me repito sin cesar que cualquier azafata viaja todos los días sin armar tanta alharaca.
El viaje puede durar dieciséis horas o más, de igual modo no cierro el ojo, veo con fastidio cómo ciertos pasajeros se desparraman, duermen ruidosamente con la boca abierta. Si empieza a moverse el avión, si se prende el aviso repetitivo de abrochar cinturones, me imagino descuartizado entre los escombros humeantes del Boeing en alguna cordillera. Mientras la auxiliar de vuelo demuestra la bondad del chaleco salvavidas me pregunto de qué me serviría en tierra firme resoplar desorbitado en sus tubitos de plástico. Vuelvo a vivir aquel episodio de la serie Aeropuerto cuando una aeromoza, en un jet decapitado, vuela prendida del fuselaje como el jinete principiante se deja arrastrar por un purasangre desbocado. Si el bamboleo del aeroplano se vuelve insistente, miro el rostro del personal de a bordo para tratar de leer eventuales señas de pánico, intuiciones del posible estrellamiento. Es precisamente cuando debo mantenerme sentado, debidamente abrochado, que mi sufrida vejiga implora una pronta evacuación. Tal vez fue aquella urgencia la que llevó al actor Gerard Depardieu a desalojar sus aguas menores en una botella de gaseosa con trépida puntería. Y no soporto ver a mi vecina casual persignarse o balbucear un par de avemarías mientras entorna los ojos y bambolea la cabeza. A veces un pasajero no logra controlar sus espasmos gástricos, agarra con tembleque la bolsa de papel prevista para el desahogo esofágico.
A veces, mientras va rodando el avión, toma velocidad en la pista, la trepidación es tan fuerte que múltiples crujidos parecen afectar al aparato. Imagino un desparrame de latas torcidas, asientos revueltos, solo empiezo a respirar cuando el suelo se va alejando. Otras veces, aprovechando la gentileza del personal de cabina me mando al guargüero dos o tres vasos de whisky secos y volteados, los que me permiten hundir mi angustia en una dipsomanía tranquilizante.
Cuando la azafata concentrada en sus demostraciones junta los dedos, apunta con sus manos hacia las puertas de escape, calculo mentalmente cuánto tiempo me tomaría alcanzar la más próxima salida de emergencia, tirarme por el trampolín, huir despavorido del avión incendiado. El mes pasado viajaba al lado de un señor muy gordo adicto a la conversación. Cuando me dijo riéndose “¡y pensar que estamos sentados justo sobre los tanques de combustible!” me sentí ya como un bonzo inmolado.
Tampoco me gusta cuando el piloto sale a saludar, me parece que descuida su oficio. De todos modos cuando aplaudo su aterrizaje es más bien para felicitarme de seguir viviendo.










