Vivimos en una edad empírica. Los físicos y biólogos han logrado las hazañas intelectuales más impresionantes, y estos campos han establecido un modelo distintivo de credibilidad.

Para ser un personaje acreditado, uno quiere ser serenamente científico. Se quiere poseer un cuerpo arcano de experiencia y conocimiento técnicos. Se quiere tener una mente que sea un instrumento neutral, capaz de procesar complejos datos cuantificables.

La gente en ciencias humanas ha tratado de montarse en este modelo de autoridad. Por ejemplo, la Asociación Psiquiátrica Estadounidense acaba de sacar la quinta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Es la guía básica en el campo. Define a las enfermedades mentales conocidas. Crea estándares estables para que las aseguradoras puedan reconocer diversos diagnósticos y estén conformes con los medicamentos que se recetan para tratar a los pacientes.

Las ediciones recientes del manual exudan un aura impresionante de autoridad científica. Tratan a las enfermedades mentales como a las del corazón o el hígado. Dejan la impresión de que se debería ir al psiquiatra porque tiene un vasto cuerpo de conocimientos técnicos que le permitirán resolver los problemas. Con neutralidad austera, dejan una impresión distintiva: los psiquiatras tratan metódicamente a los síntomas, no a las personas.

El problema es que las ciencias del comportamiento, como la psiquiatría, no son ciencias en realidad; son semiciencias. La realidad subyacente que describen simplemente no está tan regularizada como la realidad subyacente de, por decir, un sistema solar.

Como han señalado los muchos críticos del manual, los psiquiatras utilizan términos como “trastorno mental” y “comportamiento normal”, pero no hay acuerdo sobre lo que significan dichos conceptos. Cuando se examinan las definiciones que usan habitualmente los psiquiatras para definir diversos padecimientos, se ve que contienen palabras vagas que no serían aceptables para ningún análisis científico real: “excesivo”, “juerga” o “ansioso”.

Las enfermedades mentales no se comprenden realmente en la forma en la que se entiende, por decir, a las hepáticas, como una patología del organismo, de sus tejidos y células. Los investigadores entienden la estructura subyacente de muy pocos padecimientos mentales. Lo que los psiquiatras llaman enfermedad es, por lo general, solo una etiqueta para un conjunto de síntomas.

Como escribe el eminente psiquiatra Allen Frances en su libro Saving Normal, una palabra como esquizofrenia es un concepto útil pero no una enfermedad: “Es una descripción de un conjunto particular de problemas psiquiátricos y no una explicación de su causa”.

Más aún, el fenómeno psiquiátrico es notoriamente proteico en naturaleza. Pareciera que las medicinas funcionan, pero luego dejan de hacerlo. Debido a que la mente es un cosmos irregular, la psiquiatría no ha podido progresar rápidamente como es normal en la física y la biología. Como lo expresó Martin Seligman, expresidente de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, en The Washington Post a principios del año: “Me he percatado de que, lamentablemente, los fármacos y la terapia ofrecen poca ayuda adicional a los enfermos mentales de la que brindaban hace 25 años, a pesar de los miles de millones de dólares en fondeo”.

Todo esto no es para condenar a la gente en los campos de la salud mental. Por el contrario, son héroes que alivian al más escurridizo de todos los sufrimientos, aun cuando los superan la complejidad y variabilidad de los problemas que confrontan. Solo desearía que se describieran como lo que realmente son. Los psiquiatras no son héroes de la ciencia. Son héroes de la incertidumbre, que usan la improvisación, el conocimiento y la destreza para mejorar la vida de las personas.

El campo de la psiquiatría es mejor en la práctica que en la teoría. Los mejores psiquiatras no son austeramente técnicos, como el enfoque del manual oficial; combinan el conocimiento y la experiencia técnicos con el conocimiento personal. Son adaptadores audaces en perpetuo ajuste, en formas más imaginativas que las del rigor científico.

Los mejores psiquiatras no proponen reglas abstractas para homogeneizar tratamientos. Combinan la conciencia de los patrones comunes con una atención aguda a las circunstancias específicas de un ser humano único. Desde luego que no inventan enfermedades nuevas para poder medicalizar los padecimientos moderados de los sanos preocupados.

El campo de la psiquiatría es mejor en la práctica que en la teoría. Los mejores psiquiatras no son austeramente técnicos, como el enfoque del manual oficial; combinan el conocimiento y la experiencia técnicos con el conocimiento personal. Son adaptadores audaces en perpetuo ajuste, en formas más imaginativas que las del rigor científico.

Si los autores del manual de psiquiatría quieren inventar una enfermedad nueva, deberían poner Envidia de la Física en su manual. El deseo de parecerse más a las ciencias duras ha distorsionado a la economía, la educación, la ciencia política, la psiquiatría y otros campos del comportamiento. Ha llevado a los médicos a decir que tiene más conocimientos de los que es posible que tengan. Ha devaluado a cierto tipo de mentalidad híbrida, más apropiada para estos reinos, la mentalidad de tener un pie en el mundo de la ciencia y el otro en las artes liberales, lo que implica aportar múltiples puntos de vista al comportamiento humano.

Hipócrates observó alguna vez: “Es más importante saber qué tipo de personas tienen una enfermedad que saber qué tipo de enfermedad padece una persona”. Sin duda que eso es cierto en las ciencias del comportamiento y en la formulación de políticas en general, aunque hoy día es una verdad con frecuencia poco reconocida.

© 2013 New York Times
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