Es maravilloso comprobar el nacimiento e incubación de las ideas. Algo que se oye, una línea que se lee dentro de muchas otras, la asociación inmediata entre imágenes sensoriales y palabras. Lo cierto es que sin que nos demos cuenta se va creando el tejido mental que es la mayor prueba de esa arrogancia que se cifra en la condición “homo sapiens”. Y digo arrogancia porque no estoy muy segura de que la inteligencia sea mejor que la capacidad de emocionarse o de ser bondadoso.

Por eso, hilando entre mis lecturas de esta semana, muchas de las cuales van a parar, gozosas, al intercambio dentro de las aulas, di de ojos contra una frase de Jonathan Culler, el maestro estadunidense que tanto ha aportado a la teoría literaria contemporánea, quien meditando sobre el pensamiento de Foucauldt sostiene que la literatura es uno de los lugares donde se construye la idea de deseo y de sexo. Gema para darle brillo, más que nada en el marco de las ficciones que pueblan las bibliotecas a partir del siglo XX.

Fue tal vez D. H. Lawrence quien empezó a romper los tabús de represión de la fuerza erótica y a crear personajes dispuestos a obedecer a la obstinada libido humana. Su Lady Chaterly fue motivo de escándalo, obligada a publicarse con cortes en su nativa Inglaterra. Pero las negaciones impuestas por la tradición y las ideologías jamás han podido callar al arte. El tiempo flexibiliza las miradas, la ciencia corrobora lo que el arte intuye, y allí estamos, todos sedientos de leer lo que tal vez en la vida no tenemos valor de emprender.

Hasta que las escritoras no abordaron por mano propia el desafío de mostrar el lenguaje del deseo y la sexualidad de las mujeres, hubo mucha atribución de las fantasías masculinas a un mundo físico e interior inaprensible, que desde antiguo era deseado y temido, rodeado de mitos, repugnancias y dominaciones. Por eso es válido escuchar lo que las autoras han dejado para esa “historia de la sexualidad” que el mismo Foucauldt se encargó de estudiar al sacar a la luz lo que se eludió, silenció o desfiguró.

Escritoras tan distantes en edad, procedencia e idioma como Doris Lessing, inglesa, y Rosa Montero, española, han hecho realidad la idea de Culler: en sus novelas, las “personajas” (nunca más necesaria la infracción del sustantivo) eligen experiencias buscadoras de nuevos caminos para las relaciones amorosas, con su consiguiente carga de ansiedad, riesgo y dolor. Hace 40 o 50 años, la feminidad erótica se empezó a vivir como un derecho, como una elección que no tenía que pasar por el matrimonio, y los anticonceptivos contribuyeron a desligar sexo de procreación.

La pugna entre normatividad y pulsión es permanente, sean cuales fueren los momentos históricos, los ambientes y los marcos de contención. Muchas mujeres contemporáneas tienen la convicción de que ética, decencia o dignidad no se comprometen al realizar actos íntimos y libertarios, propios de gente adulta y con responsabilidad personal. Que los sentimientos, la educación tradicional y los valores familiares salgan a la palestra de esas prácticas hacen más compleja la vida. A fin de cuentas, la atracción por otro ser humano se agita en lo más profundo de cada identidad y lo que se teja en torno de ese vórtice a veces se llama amor. Pero no siempre.