Por Manuel S. Álvarez Alvarado Ph.D. Docente investigador de la ESPOL
En los últimos años, Ecuador ha atravesado una crisis eléctrica sin precedentes. Los cortes de energía afectaron a millones de ciudadanos, revelando la fragilidad estructural del sistema eléctrico frente al cambio climático. Esta situación no solo se explica por la falta de generación, sino por una alta dependencia de fuentes hidroeléctricas vulnerables a las variaciones del clima.
Más del 75 % de la electricidad en Ecuador proviene de centrales hidroeléctricas ubicadas en regiones andinas. Aunque esta matriz es limpia, sufre cada vez más por la disminución de lluvias, el deterioro de páramos y fenómenos climáticos intensificados como El Niño. En 2024, la Agencia de Regulación y Control de Electricidad (ARCONEL) reportó que el embalse de Mazar cayó por debajo del 20 % de su capacidad útil, obligando a aplicar racionamientos diarios.
Según el Sexto Informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, la región andina enfrentará una caída de precipitaciones de hasta 30 % y un aumento de temperatura de 2,5 °C hacia mediados de siglo. Esto podría hacer que eventos como los de 2024 se vuelvan recurrentes. La solución no es abandonar la hidroenergía, sino diversificar la matriz con fuentes como la solar y la eólica.
Ecuador posee un notable potencial solar, especialmente en la Costa y Sierra Sur, así como zonas de buen recurso eólico como Loja y Santa Elena. A esto se suman esfuerzos normativos que facilitan la transición. La regulación ARCONEL 005/24 permite a los consumidores instalar paneles solares con procesos simplificados, tarifas técnicas adaptadas y esquemas de compensación. Además, se estudian mecanismos para que estos equipos puedan adquirirse a precios subsidiados, ampliando el acceso ciudadano a tecnologías limpias.
La expansión de la generación distribuida tiene también un efecto positivo en la economía local. La instalación de sistemas solares genera empleo calificado, dinamiza la industria nacional de componentes eléctricos y reduce el gasto en combustibles importados. Esto contribuye tanto a la reactivación económica como a la seguridad energética.
Otro eje clave es el almacenamiento energético. Sistemas de baterías y bombeo hidráulico ayudan a manejar la intermitencia de las renovables. Chile ya opera proyectos híbridos de este tipo, ofreciendo un modelo replicable para Ecuador. Igualmente, una mejor gestión de la demanda -como tarifas horarias y respuesta en tiempo real- puede aliviar la presión sobre el sistema en horas pico.
La reducción del uso de generación térmica mediante fuentes limpias no solo disminuye emisiones de gases de efecto invernadero, sino que mejora la calidad del aire y reduce el impacto ambiental en las zonas donde hoy operan plantas diésel. La sostenibilidad energética debe considerar también la salud pública y el bienestar de las comunidades.
La normativa ARCONEL 003/24 incluye incentivos para industrias que operen grupos electrógenos en condiciones de déficit, una medida que, bien gestionada, puede complementar la oferta sin sobrecargar la red. A esto se suma la urgencia de proteger ecosistemas estratégicos como los páramos, esenciales para el ciclo hídrico.
Finalmente, es fundamental que la planificación energética incorpore escenarios de cambio climático, análisis de riesgos y medidas de adaptación. La sostenibilidad del sistema eléctrico no depende solo de la tecnología, sino también de decisiones institucionales alineadas con una visión resiliente y de largo plazo.
La crisis eléctrica actual no es un evento aislado, sino un síntoma de un sistema no preparado para un clima cambiante. Las soluciones existen, son viables, y están comenzando a implementarse. La verdadera tarea es acelerar el cambio, garantizar su financiamiento y asegurar que esta transición sea justa, inclusiva y sostenible.