Fui a ver a Adelita ese día de 1973 en el que cumplía dieciocho años. Su madre me abrió la puerta. Era una dama española bella y culta, cuyos padres republicanos habían emigrado a Chile tras el triunfo del franquismo. Estaba llorando. “Ha estallado la guerra civil en Chile” me dijo. Se angustiaba porque tenía familia en el país austral. Todo el día lo pasamos atentos a la radio, que era el único medio de comunicación con el que podíamos conectar de manera más o menos oportuna con los conmovedores sucesos. Los meses o semanas anteriores los periódicos y la aún renga televisión informaban del caos en el que había sumido a la hermana república el experimento socialista del presidente Salvador Allende. Había desabastecimiento y colapso de la economía, el Estado estaba en bancarrota, la Constitución y el Estado de derecho se quebrantaban todos los días, el 90 por ciento de las tierras estaba invadido, grupos exaltados trataban de acelerar la revolución con violencia. Fidel Castro realizó una descomedida visita de veinticuatro días que solo contribuyó a exacerbar las posiciones. “La revolución se mantendrá dentro del derecho mientras el derecho no pretenda frenar la revolución”, lo dijeron.

Los militares sublevados no vacilaron en bombardear con un Hawker Hunter el Palacio de la Moneda. Allende se suicidó... entonces no lo creímos, pero había sido verdad. Hubo resistencia armada al cuartelazo, hay filmes que lo registran, me dicen que su importancia fue exagerada posteriormente tanto por los militares, que se valían de ella para justificar centenares de muertos, como por los comunistas y miristas que pretenden hiperbolizar su participación, dando a entender que fueron el blanco de la asonada, porque estaban a punto de realizar una verdadera revolución. Las noticias del golpe no terminan de llegar 44 años después. Al principio se recibían a cuentagotas y luego a borbotones. Demasiados muertos, los más de los cuales evidentemente no cayeron en enfrentamientos y siguieron cayendo durante años.

Comparar números de muertos no tiene sentido o tiene un sentido macabro, Fidel asesinó más, los dictadores militares argentinos son los campeones de la masacre. Han pasado los años, las heridas ya no sangran pero aún supuran. Lo que dejaron detrás los Castro y Videla, con sus pirámides de cráneos, son países peores que los que encontraron. Advirtiendo que se pudo y se debió hacer con métodos no criminales, ese no es el caso de Chile. Pinochet era un hombre de rostro torvo, antipático, con pretensión de irónico... ¿lo que realmente le acarrea tanto odio es que les arrebató a los comunistas un plato que estaban por servirse? No, lo que les duele es que su modelo económico funcionó y sigue operativo, como no han servido las recetas socialdemócratas y peor las populistas. También la duración del periodo dictatorial fue innecesariamente larga. Desde un pasado que empieza a nublarse, Augusto Pinochet sonriendo odiosamente hace señas con su mano ensangrentada. Lo hizo, ciertamente lo hizo, pero de una manera que se nos hace imposible agradecérselo.(O)