Hay personas que parecen no poder evitarlo: dejan para después todo aquello que les genera incomodidad. Llamar a un cliente, escribirle a una jefa, entregar un trabajo pendiente o resolver una tarea importante termina relegado a un “mañana” que muchas veces no llega. Aquello que implica ansiedad, presión o temor al error suele ir quedando al final de la lista.
La procrastinación se define como la posposición u omisión irracional de actividades, aun sabiendo que esa demora traerá consecuencias negativas.
No se trata de desconocimiento, vagancia o desinterés, sino de una dificultad para enfrentar tareas que generan malestar. Por eso, quienes procrastinan suelen ocupar su tiempo en actividades secundarias como navegar en internet o resolver asuntos menos relevantes, incluso cuando saben que hay pendientes urgentes esperando.
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Desde la psicología, la procrastinación no es una falla de carácter, sino una falla en los procesos de autorregulación emocional. “Generalmente se la suele interpretar como pereza, como falta de disciplina o desinterés”, dice la psicóloga Elaine Cevallos quien explica que realmente postergar no ocurre porque la persona no quiera avanzar, sino porque en ese momento no cuenta con los recursos internos suficientes para sostener la demanda que se ha impuesto.
El cerebro humano está diseñado para priorizar el alivio inmediato del malestar. Es por eso que, de acuerdo a ella, así cuando una tarea se asocia a ansiedad, miedo, autoexigencia excesiva o sensación de insuficiencia, la evitación aparece como una forma de protección.
Esta evitación puede calmar momentáneamente, pero a largo plazo aumenta la culpa, la frustración y el desgaste emocional. La mente entra en un ciclo donde evita, se sobrecarga y vuelve a evitar. Este fenómeno se intensifica cuando la persona tiene dificultades para establecer límites internos claros, organizar prioridades y respetar sus propios tiempos.
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Otro factor que favorece la procrastinación es la libertad excesiva en la organización del trabajo. Personas con amplios márgenes de autonomía (estudiantes o personas en cargos jerárquicos) tienen mayor riesgo de procrastinar si no cuentan con una buena organización personal. Cuando no existen estructuras claras o la persona no está entrenada en el manejo del tiempo y los límites, la tendencia a postergar aumenta.
A esto se suma un hábito cada vez más frecuente: vivir desde la urgencia. Cuando se responde solo a lo inmediato y a lo impostergable, se pierde la capacidad de anticipar y planificar. La mente se acostumbra a funcionar en estado de alerta permanente y lo importante queda desplazado hasta que se vuelve crítico. Paradójicamente, este estilo de funcionamiento favorece la procrastinación, ya que la persona solo actúa cuando la presión es máxima.
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La procrastinación no es simplemente un problema de gestión del tiempo. Es una falla en la autorregulación que lleva a actuar de forma irracional: posponer aun sabiendo que el retraso traerá consecuencias negativas. Incluso personas organizadas y comprometidas pueden encontrarse postergando tareas importantes mientras ocupan su tiempo en actividades triviales.
Abordar la procrastinación no implica exigirse más, sino aprender a regularse mejor. Desde la psicología se propone plantear objetivos claros, realistas y alcanzables, fragmentar las tareas en pequeños pasos y establecer límites internos sanos. Dividir tareas grandes en partes más pequeñas facilita comenzarlas y terminarlas, disminuye la ansiedad y permite recuperar la acción. Los límites no frenan el crecimiento: lo vuelven sostenible.
En muchos casos, la procrastinación se sostiene por la creencia de que es necesario sentirse motivado o inspirado para iniciar una tarea. Esta idea genera una falsa sensación de espera: la persona posterga hasta “sentirse lista”, aun cuando sabe que el tiempo se acorta. Así, se refuerza el hábito de dejar para después actividades importantes, aunque ese retraso termine aumentando el estrés.
Además, es común subestimar el tiempo real que tomará completar una tarea. Esta percepción errónea produce una sensación de seguridad que lleva a pensar que “todavía hay tiempo”, cuando en realidad las responsabilidades se acumulan. De este modo, la postergación se convierte en un patrón que no solo afecta la productividad, sino también el bienestar emocional de quien la experimenta. (F)
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