Nos envuelve una neblina densa y fresca que impide avistar lo que ocurre a cinco metros de nuestros pies, y sin embargo, no hay por qué temer: ¡es Galápagos! De pronto, Anahí exclama: “¡Una rata negra, bajo las miconias!”. Nos hallamos en efecto en un océano de miconias, arbusto de hojas rojizas que crece sobre los seiscientos metros en la isla Santa Cruz.
El grito de rata nos vuelve a la cruda realidad de las especies introducidas en un archipiélago que ya no está aislado del impacto humano.
Hemos ascendido tres kilómetros de lodo, charcos y verdor. Somos seis expedicionarios decididos a coronar El Puntudo. Y como en Galápagos no se sienten las barreras generacionales, si es que existen, nuestras edades oscilan de los dieciocho a los sesenta. Y aunque no caminemos al mismo paso, nuestros intereses son idénticos: aventura, avistamiento de aves, observación de plantas, geología, fotografía, amistad.
Anahí es nuestra guía. Ella sube a El Puntudo regularmente, a veces sola, y nos lleva por caminillos confusos, que osamos cuestionar, porque casi todos somos también guías. Pero ella es la local, la que venía con su escuela, y no hace tanto tiempo.
Joshua, instructor de fotografía, nos recomienda apuntar las cámaras para captar a la intrusa y reportarla. No es la única especie introducida en la zona: aún existen cascarillas y moras, que interfieren con la vida de las nativas y endémicas. El Parque Nacional ha logrado erradicar más de 50 hectáreas de cascarilla, sin embargo, persiste, tal como los terribles roedores.
Cindy se ha quedado atrás, encantada en una pocita del camino: “Vengan a ver a estos escarabajos acuáticos, tienen patas como remos”. José, el más joven del grupo, se le acerca; prefiere fotografiar presuntos coleópteros que al temido roedor.
Yo no tengo ningún interés de ver una rata y salir de mi hechizo. Tengo aproximadamente 30 años en Galápagos, y a pesar de que caminé este sendero un par de veces, jamás alcancé la cima. Temo que mi rodilla se enfríe para el último tramo, un ascenso casi vertical, donde hay que utilizar pies, brazos y dientes (tal vez exagero un poco).
De pronto, Gilda exclama: “¡No es rata, es un pachay, es un pichón de pachay!”.
Cindy olvida los bichitos del agua y corre junto con José a nuestro encuentro. Ahora sí, preparo mi cámara. Todos estamos a la espera.
Pasa uno, pasan dos, tal vez son tres pequeños pollitos, completamente negros, rápidos, que se esconden entre las miconias. Pensar que esta planta pertenece a una de las familias más abundantes de América, y que en Galápagos solo existe en las partes altas de Santa Cruz y San Cristóbal, y está en peligro de extinción.
El pachay, también endémico, corre el mismo riesgo debido a la pérdida de su hábitat, y claro, ¡por las benditas ratas!
Logro fotografiar a la madre pachay que persigue a sus alborotados pequeños. Es un ave poco común, incapaz de volar.
Todavía faltan los últimos metros hasta El Puntudo, y el reto real, el descenso, en mi caso, casi vergonzoso, sentada sobre las rocas, resbalándome.
No tuvimos la recompensa de un cielo despejado con vistas de la isla y sus alrededores, y sin embargo, no podíamos sentirnos más satisfechos. ¡Aún existen pachays en el bosque encantado de miconias y, además, coronamos El Puntudo! (O)