T. J. es un niño de once años que nos visita a bordo del barco en que trabajo. Viaja con sus abuelos. Es alto, delgado, un poco taciturno, pero cuando sonríe sus ojos se iluminan del color del mar de bahía Gardner en día nublado, es decir, de celeste claro. Lo que me sorprende de este visitante de las islas Galápagos es su poder de observación y su gran interés y conocimiento. En su primer buceo de superficie, T. J. encuentra un caballito de mar a lo largo de las paredes del islote Gardner.

Yo debo confesar que en más de veinticinco años en las Encantadas logré observar un caballo de mar del Pacífico (Hippocampus ingens) en una sola ocasión, y esto porque un alma caritativa lo buscó para mí en caleta Tagus. Porque existe toda una estrategia para encontrarlos. Lola Villacreces, guía naturalista de las Galápagos, me la comenta: hay que zambullirse a pulmón hasta las algas que se mecen con las corrientes marinas, a veces medio metro o hasta a diez de profundidad, y entre las hojas que se abren con la acción del agua se busca un brillo amarillento o rojizo. Esa podría ser la indicación del caballito de mar, que varían en color, de verde a café, marrón o gris, aunque en su mayoría son amarillos. Con su cola prensil permanecen anclados a las algas o ramitas de manglar.

Su tamaño va de 12 a 19 cm en altura, con un máximo de 24,7 cm, y los machos se distinguen de las hembras por su prominente cresta. Poseen piel en lugar de escamas, no tienen dientes y se caracterizan por la habilidad de mover cada ojo independientemente. Esta especie del océano Pacífico está distribuida desde Baja California hasta Chile, y su única población oceánica vive en las islas Galápagos.

Así de difícil es encontrarlo, y sin ningún esfuerzo lo halló T. J. en su primera inmersión.

Lastimosamente, los caballitos de mar son especies amenazadas. Más de 20 millones de especímenes se venden en el mundo para ser usados en la medicina china, o en el comercio de acuarios, o para disecarse como curiosidad. Son muy susceptibles a la sobrepesca por su poca fecundidad, porque son monógamos; tienen baja habilidad de dispersión, limitada distribución geográfica y su hábitat se ha degradado.

Son muchos los jóvenes que he guiado a lo largo de mi carrera, y con varios he mantenido contacto. Hubo una niña de ocho que, luego de su viaje, escribió un cuento sobre las gaviotas de cola bifurcada, y hoy es doctora en Biología. También recuerdo a un chico que no salía del puente de mando, y actualmente es capitán que recorre los mares a vela. La misma Lola me cuenta que su decisión de hacerse guía surgió de su primer viaje a las Encantadas como adolescente.

Luego de experimentar lo que era vivir en contacto con la naturaleza decidió que este era el trabajo que quería para ella, y se preparó en una carrera afín. Estudió Acuacultura en la Escuela Superior Politécnica del Litoral; y, una vez que obtuvo su título profesional y su maestría, aplicó al curso de guías del Parque Nacional Galápagos.

Los niños tendrían que crecer motivados, rodeados de libros, de héroes reales que hagan cosas justas por el planeta, por la sociedad, por la naturaleza. No se necesitan grandes infraestructuras para ello; eso sí, comunicación efectiva, positiva y ambientes sanos, verdes, límpidos, animales silvestres y libres. ¿Es mucho pedir?