Esto lo viví esta semana. Me tocó desayunar a las 08:00 con mi nieta de 13 años, quien degustaba las tostadas y su jugo de maracuyá con la misma atención con la que se concentraba en una laptop donde su clase de matemáticas parecía un importante ritual grupal mañanero. Su hermano de 11 años lo hacía desde su dormitorio y las tostadas tenían que subir a su cuarto. Su madre era la “inspectora de ambiente” cuando hay llamadas de auxilio. Yo, en mi cabeza, me preparaba para mis labores online, pero siempre evito que pantallas de cell estén en el comedor.

Entonces hice mi pequeña encuesta, que se me ocurrió a propósito de nuestro tema de educación en esta edición, porque esta era ‘pospandémica’ —lo del ‘pos-’ creo está por verse todavía— nos ha enfrentado a todos a un nuevo estilo de vida. Y en lo que se refiere a los estudiantes, los resultados son un tanto oscuros. Es un tema que hemos tocado muchas veces, pero esta vez me fui al meollo.

Les pregunté a mis nietos cuál es la forma que ellos prefieren de estar en clases. “Yo, presencial”, dijo la nieta. “Puedes hacer más preguntas y las demostraciones son más claras”. No me habló de recreos y los amigos, porque ahora eso también sucede en línea, imagino. Pero me lo dijo de manera terminante. Y su hermano menor, después: “¡Yo, online, porque no me contagio!”. “¿Y no extrañas el contacto directo con el profe y tus compañeros?”, le dije. “Todos están conectados cuando los busco”, añadió. Y yo, fluctuando entre los dos en el asunto laboral. Esta es la nueva dimensión... ¿desconocida? (O)