Cerca de Tokio vivía un gran guerrero samurái, ya anciano, que decidió enseñar el budismo zen a los jóvenes. A pesar de su edad, la leyenda decía que podía vencer a cualquier adversario.

Una tarde llegó allí un guerrero, conocido por su total falta de escrúpulos. Era famoso por utilizar técnicas de provocación: esperar a que su adversario hiciera el primer movimiento y contratacar con una velocidad fulminante.

Todos se reunieron en la plaza del pueblo, y el joven comenzó a insultar al viejo maestro. Arrojó algunas piedras en su dirección, le escupió en la cara, gritó todos los insultos bajo el sol, incluso insultó a sus antepasados. Al final de la tarde, ya sintiéndose exhausto y humillado, el impetuoso guerrero se fue.

Decepcionados por el hecho de que el maestro había recibido tantos insultos y provocaciones, los estudiantes preguntaron:

– ¿Cómo pudiste soportar semejante indignidad? ¿Por qué no usaste tu espada, aun sabiendo que podrías perder la pelea, en lugar de mostrar tu cobardía frente a todos nosotros?

– Si alguien viene a ti con un regalo y no lo aceptas, ¿a quién pertenece el regalo? –preguntó el samurái.

– El que intentó entregarlo –respondió uno de sus discípulos.

– Lo mismo ocurre con la envidia, la ira y los insultos –dijo el maestro. – Cuando no son aceptados, siguen perteneciendo a quien los portó.

Seriedad

“En el transcurso de un año, da una moneda a cada persona que te ofenda o te moleste”, instruyó el abad de un joven que quería que la gente siguiera un camino espiritual.

Durante los siguientes doce meses, el niño le dio una moneda a cada persona que lo ofendió o molestó, tal como se le indicó. Al final del año, volvió con el abad para saber cuáles eran los siguientes pasos.

“Ve a la ciudad y cómprame comida”, respondió el abad.

Una vez que el niño se fue, el abad se cambió de ropa, se disfrazó de mendigo y se dirigió a la puerta. Cuando el niño se acercó, comenzó a insultarlo.

“¡Bien!”, dijo el niño, “durante todo un año tuve que pagar a las personas que me molestaron u ofendieron, y ahora puedo ser ofendido gratis, ¡sin gastar nada!”.

Al oír esto, el abad se quitó el disfraz.

“Quien no se toma en serio los insultos va por el camino de la sabiduría”.