Vivimos en la era del parecer. Hay que parecer jóvenes, atractivos, bellas, parecer chéveres. Es decir, se impuso la cultura de la imagen en la que lo que más importante es la apariencia.

El problema es que en el esfuerzo por aparentar lo que no somos, dejamos de ser lo que sí somos. Como resultado, ahora vestimos como visten todas, tenemos lo que tienen todos, usamos lo que usan todos y hasta hemos llegado al extremo de que, gracias a las cirugías estéticas, nos mandamos a hacer las facciones y la figura corporal a la medida de lo que dicta la moda, gracias a las cirugías estéticas. Así, quizás, somos más atractivas, pero no somos nosotros mismos.

El culto a la figura promovido por el mundo consumista ha hecho que la apariencia exterior se haya convertido, tanto para las mujeres como para algunos hombres, en la razón de existir. Los expertos en este tema han señalado que la obsesiva búsqueda de la perfección exterior es una forma de evasión con la que se dopan hoy las personas para no ver el caos y la imperfección que reina en su mundo interior.

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Lo grave es que la fuente a donde brota el empuje hacia la búsqueda incesante del sentido de nuestra vida surge de lo más profundo de nosotros mismos. No somos lo que aparentamos, somos lo que creemos, lo que defendemos, lo que amamos, lo que soñamos dejar a nuestro paso por la vida. ¿Será que el valor que le damos a cultivar nuestra belleza física sí está alineado con lo que creemos, defendemos, amamos y soñamos? ¿Será que lo que estamos construyendo sí llevará a que nos recuerden por nuestros atributos y no solo por nuestra apariencia?

Nos traicionamos cuando buscamos en nuestro exterior lo que debemos encontrar y cultivar en lo más profundo de nuestro ser, porque es allí donde está lo que nos hace personas únicas y a donde se gesta lo que nos hará inmortales en el corazón de nuestros semejantes. (O)
angelamarulanda20@gmail.com