En el panorama del cine contemporáneo europeo, pocas voces resultan tan singulares y espiritualmente evocadoras como la de Oliver Laxe. Nacido en París y de padres gallegos, ha forjado una trayectoria atípica que transita entre la mística, el ascetismo visual y una profunda conexión con lo ancestral, lo espiritual y lo marginal.

Con apenas tres largometrajes, ha conseguido establecerse como una figura de culto dentro del cine de autor, especialmente gracias a su forma de filmar el mundo natural y la espiritualidad cotidiana con una sensibilidad que remite tanto a Bresson como a Tarkovski. Su cine, con raíces tanto en Galicia como en Marruecos, no se rige por las convenciones narrativas ni por el ritmo de la industria, sino que sigue una búsqueda interior, ética y estética, que lo sitúa en un lugar muy particular dentro de la cinematografía actual.

Filmes como Mimosas (2016), ganadora del Gran Premio de la Semana de la Crítica en Cannes, y Lo que arde (2019), aclamada en Un Certain Regard, exploran la redención, el tiempo detenido y el fuego como símbolo y amenaza, siempre desde un cine contemplativo que exige una mirada abierta y paciente.

Esta vez vuelve a Cannes con Sirat, una obra aún más radical y trascendente, que explora territorios liminales entre lo visible y lo invisible, lo humano y lo sagrado, posicionándose como un cineasta que más que contar historias, convoca experiencias.

En entrevista exclusiva con EL UNIVERSO, luego de la premier de su película en Cannes, Laxe compartió el proceso y experiencia durante la producción de Sirat.

Naciste en París, vienes de una familia gallega y pasaste varios años en Marruecos. ¿Dirías que esa mezcla de culturas se refleja en el carácter universal de tu película?

Actualmente vivo en el pueblo donde nació mi madre, donde hice Lo que arde. Y me siento tan salvaje como la gente de estas montañas. Al mismo tiempo, es un lugar donde la tradición y las raíces son realmente importantes. Recientemente descubrí que la etimología de radical, es radicalis en latín, que significa raíz. Así que, en cierto modo, soy radical, porque estoy comprometido a conectar con mis raíces y con el lugar donde vivo. Por eso, soy alguien que tiene una base muy profunda en la tradición. Marruecos fue muy importante para mí, en ese sentido.

Pero soy un hombre de estos tiempos, y estoy tratando de lidiar con la modernidad y la tradición. Y creo que el cine expresa este set imaginario, y quiero trascender como ser humano, como muchos otros. Tengo las herramientas para ello, pero vivo en un momento en el que es realmente difícil tener la disciplina, tener una práctica espiritual. Una buena, no una new age. Me gusta escuchar el Corán, me emborracho escuchándolo. La Surah Al Maryam que sale en la película la canta un amigo, quien es uno de los mejores cantantes lectores del Corán del mundo. Y al mismo tiempo me gusta la música tecno. Me gusta ir a las pistas de baile.

Oliver Laxe al recibir su premio de manos de la actriz Da'Vine Joy Randolph, en Cannes. (Photo by Valery HACHE / AFP) Foto: AFP

En cierto modo, la película es una comunión, incluso de personas mutiladas. O sea, Luis es aparentemente alguien, no diré desequilibrado, pero alguien normal en la búsqueda desesperada de su hija. La vida nos sacude, a todos, ravers o no. No llama a tu puerta para decirte: “¿Estás listo para saltar al abismo?”. Asi que cuando la vida te aplasta en la cara, la crisis es la única manera de conectar contigo mismo. Los seres humanos somos esencia, pero existe el ego, y esa máscara que necesitamos de niños para recibir amor. La crisis, por tanto, es la única forma de cruzar esta membrana, esta piel, y conectar con tu esencia, contigo mismo. Eso es lo que pasó en la película: hay una perspectiva de crecimiento en Luis. Es lo peor que le puede pasar a un padre, pero probablemente sea una misericordia.

Hay una escena potente en la que se fusiona música rave con versos del Corán. ¿Crees que es esa combinación de música, aislamiento absoluto, y lo impredecible de la trama es lo que realmente sacude al espectador?

Sin duda. Siempre hablo de mis intenciones, aunque no sé si las logramos del todo. Uno de nuestros objetivos era tratar de evocar el sonido del universo, canalizado a través de esos altavoces. Es casi como un arpegio, algo celestial, angelical. Para mí, eso es clave. Soy un cineasta que trabaja con imágenes, pero esas imágenes no existen solas: tienen sonido, tienen música. Por eso me interesa tanto la sensualidad que puede surgir al combinar ambos elementos. Creo que ahí reside la verdadera fuerza del cine. Hay que confiar en el poder de la imagen, en su capacidad para atravesar el cuerpo, afectar el metabolismo, y llegar a lugares profundos del espectador.

Desde el punto de vista visual, ¿disfrutaste trabajando con los vehículos? Porque esos camiones parecen tan invencibles como el desierto mismo.

La primera imagen que vemos en la película son camiones atravesando el desierto. Claramente, Mad Max está presente como referencia. Comencé este proyecto en 2012, antes de que se estrenara Fury Road. Pero Mad Max es un arquetipo universal que representa algo muy poderoso. Me alegré mucho cuando vi Fury Road porque sentí que estaba explorando un imaginario muy contemporáneo. Ese eco, ese recuerdo del presente y del fin del futuro, tiene mucho sentido.

Soy un amante de los camiones clásicos y en Mimosas también trabajé con esta idea, con taxis cruzando el desierto. Me gusta desafiar al espectador, aunque no siempre sé si lo consigo. En el cine, contamos con creadores que logran evocar sensaciones, que hacen sentir al público. Más allá del mundo tangible, hay una dimensión vibrante, una realidad con reglas propias que se manifiesta. Pero es algo delicado, imposible de representar o capturar plenamente; simplemente se siente, y te atraviesa casi sin querer.

La película es arriesgada, ¿cuáles fueron los mayores desafíos durante la producción?

Lo más complicado siempre eres tú mismo. ¿Mis intenciones son honestas? ¿Para quién trabajo? ¿Para mi ego o para mi esencia? Esa incertidumbre siempre está presente en un proyecto creativo. Confío en algunas personas que me conocen y pueden reflejarme. Al buscar financiación, recibimos comentarios negativos de distribuidores y agentes, que decían literalmente: “No queremos que el público sufra.” No nos atendieron. Pero muchas películas hacen sufrir a la gente. Un periodista me dijo: “Diles que las malas películas también nos hacen sufrir.”

Pedro Almodóvar es coproductor de la película. ¿Cómo se dio esa colaboración?

Pedro fue muy generoso y cuidadoso conmigo. Además, Movistar fue fundamental, dándome una libertad radical. Es casi un milagro, una utopía lo que sucede con Movistar en España, apoyando a cineastas como yo. Esto se parece a lo que pasó en los 70 en Estados Unidos, cuando los estudios comenzaron a invertir en proyectos arriesgados. Lo difícil fue equilibrar la intención de cuidar al espectador con el rechazo de quienes decían que la película haría sufrir. Pero hay que mantener la fe en el camino elegido, confiar en que estás haciendo lo correcto.

Para mí, el cine debe hacer sentir, alcanzar algo más profundo, penetrar. En este caso, no sufrí durante el rodaje, pero habría sufrido si todo hubiera acabado bien y el protagonista encontrara a su hija y todo estuviera perfecto. Eso habría sido terrible. El sufrimiento forma parte del crecimiento. Vivimos en una sociedad que teme la muerte y el dolor, por eso somos inmaduros. Escuchamos campanas de guerra porque la gente busca cualquier herramienta para hallar serenidad. La angustia está en todas partes.

Algunos críticos dicen que tu película tiene un tono apocalíptico. ¿Eres pesimista respecto al futuro de la humanidad?

No, soy realista. Creo que vivimos una época realmente intensa y seguiremos así. Era peor cuando creíamos en el mito del progreso. Ahora sabemos que esas creencias son falsas: todas las “religiones” del progreso, el fundamentalismo de hacer el bien y avanzar, están cerradas. La economía y la ecología, las dos verdades innegables de nuestra era, nos indican que las cosas no van bien. Espero que el viento cambie. Los que tienen recursos se adaptarán, los pequeños mamuts sobrevivirán mejor que los dinosaurios. Desde mi punto de vista, tengo una visión tradicional y no temo a la muerte. Lo que me asusta es morir sin dignidad, engañándome a mí mismo. Pero la muerte, para mí, es un regreso a casa; eso es perfecto.

¿Hasta dónde permites que lo desconocido, los imprevistos o los accidentes influyan y afecten el rodaje?

El arte, cuando realmente logra su objetivo, trasciende al propio creador. La película debe existir por sí misma, más allá de la voluntad del autor. Por eso, el autor puede ser su mayor enemigo durante el proceso creativo. Hay que ser muy cuidadoso para escuchar lo que la película realmente necesita. Es como disparar con un arco: el ego está presente, porque como humanos lo tenemos, pero debe ser controlado. Es un espacio delicado. No hay nada más desagradable que entender demasiado las intenciones del creador en una obra. Cuando vi la película recientemente, en algunas escenas pensé: “Esto es demasiado obvio, no funciona”. Cometes un error y tratas de ocultarlo, tanto como las intenciones detrás de él. Pero sinceramente, hay que dejar que la película nos guíe, porque ofrece mucho para reflexionar y soñar.

Diría que has perfeccionado el arte del tiro con arco en este caso.

Es una locura, porque siento que lo entiendo. Gracias a esta carga, la estructura de la película se convierte en una especie de ceremonia cinematográfica. Ver esta película provoca sensaciones. Por eso dejé espacio para la ambigüedad y la polisemia, confiando en la fuerza de las imágenes. Durante el proceso creativo, muchas partes eran difusas, pero era importante mantener esa bruma, ya que las conexiones no eran racionales sino esenciales. El simbolismo aquí no es intelectual ni representativo; es orgánico. Es simbólico sin intención consciente, no sé cómo explicarlo exactamente.

Va más allá del lenguaje. Es algo poderoso: quizá todos los males del mundo afectan a este grupo aislado en el desierto, y aun así, hay algo extraño, casi utópico. Esa es la sensación que me quedó: como un abrazo utópico. La gente siente que me apasiona lo que estoy filmando, y eso me da esperanza en la humanidad. No es distópico ver a una familia cuidando a otros. Incluso en las peores circunstancias, el ser humano puede sacar lo mejor de sí mismo. Espero que no sea solo una idealización mía, ni una proyección. Realmente estamos en un momento de cambio, y esta película es una anticipación de ese futuro. Estamos en tiempos que nos obligan a mirar hacia nuestro interior cada vez más. Queremos cambiar, pero no es sencillo, no tenemos las herramientas necesarias. La transformación es una práctica espiritual real. La vida misma hará el trabajo, nos obligará a cambiar. Tendremos que atravesar un campo minado. Pero, por otro lado, sí hay un problema político, con soldados y todo lo que se ve en la película. Eso es realista, no distópico. Estamos en un momento de decadencia. Estos ravers no escuchan la radio porque saben que se acerca un fin y un reinicio. Quieren que eso ocurra pronto porque la situación actual no funciona. Y lo saben.

Sobre la gran rave musical en la película…

Al final me di cuenta de que soy punk en cierto sentido, con una radicalidad interior. Cuando rodábamos, en la tercera semana organizamos una fiesta real. Mil personas asistieron, sabían que queríamos filmar, así que todo se coordinó con cuidado. Los dos colectivos que aparecen son muy populares entre los punks, por eso la gente confiaba en la fiesta, porque un punk no iría a un rodaje común. Recuerdo el último día, desde la cima de la montaña que aparece en la película, ver toda la fiesta y pensar: “Dios mío, estás loco, con tus neurosis…”. Fue un momento duro, cuando te ves a ti mismo con todas tus cicatrices. Pero en ese instante entendí qué es una rave: puedes gritar, llorar, pero no dejes de bailar. Escuchaba el ritmo y lloraba y bailaba a la vez. Creo que eso refleja al ser humano: somos imperfectos, pero seguimos adelante. Necesitamos esas emociones.

Los raves son un fenómeno global que para muchos resulta difícil de comprender, y que ya no se puede atribuir solo a impulsos juveniles. ¿Cómo llegaste a explorar ese tema?

Estoy en casa, en Marruecos, y eso es un verdadero regalo. Siempre busco desafíos y me gusta llevar las cosas al límite. Creo que mi forma de ser, al menos hasta donde sé, es temeraria. No suelo calcular demasiado, actúo con valentía. El paisaje de Marruecos tiene una dimensión casi metafísica y mitológica que me inspira profundamente.