La telefonía móvil ha tenido consecuencias inconmensurables pero ciertas en nuestras relaciones familiares, sociales, empresariales, profesionales, económicas y… políticas. A veinte años de su introducción en nuestro país, escuchamos la aliviada reflexión de aquellos que “no saben lo que harían sin su teléfono celular y ya no recuerdan cómo era su vida sin él”. ¿Y qué diríamos de las importantes decisiones políticas que nuestros padres de la patria han tomado mediante consultas por teléfono móvil, y que nos afectan a todos? La publicidad de las tres compañías respectivas inunda de vallas nuestras ciudades y campos, y rivaliza en la televisión con la publicidad gubernamental en gasto y frecuencia. Además, las propagandas de la telefonía móvil y la gubernamental coinciden en garantizar “cobertura nacional completa”.

Desafortunadamente, la telefonía móvil no cumple con su promesa de asegurar “una buena señal” en cualquier rincón de la patria y allende, como lo verificamos cuando salimos de vacaciones. Incluso, los usuarios comprobamos que muchas veces no obtenemos “una buena señal” para comunicaciones dentro de la misma ciudad. Pero el colmo de lo risible lo vivimos cuando constatamos cotidianamente que la calidad de la señal varía de una habitación a otra dentro de nuestra misma casa. No es raro que si logramos comunicarnos en determinada habitación, debemos permanecer quietos para que el diálogo no se torne entrecortado, porque si nos viramos para cualquier lado se interrumpe nuestra conversación. La telefonía móvil se vuelve “inmóvil”.

A esto debemos añadir el hecho de que con frecuencia recibimos mensajes de texto con publicidad que no nos interesa, y una vez al mes recibimos un mensaje de la misma compañía telefónica que nos informa de una recarga despertándonos a las… 4 a.m. Ocasionalmente ocurre que nuestros mensajes de voz o de texto “se pierden” en el espacio virtual, o llegan al destinatario al día siguiente. Aceptamos la mala calidad del servicio de las compañías de telefonía móvil, con la misma resignación que aceptamos los baches, la insuficiencia de otros servicios, la delincuencia, la inundación de propaganda oficial y la violencia política cotidiana. En relación con todo esto, sabemos que en nuestro país funciona una entidad de defensa del consumidor, cuya actividad pasa desapercibida para todos: quizás ella tampoco tiene cultura de consumidor.

Los ecuatorianos solo mostramos cultura de consumidores aceptando cualquier publicidad y gastando la plata sin freno, sin cuestionar la calidad de lo comprado y sin concedernos el derecho de reclamar. Vivimos más bien en una cultura de la estafa amable y legalizada. Y si se crea una institución para defender a los ciudadanos o para vigilar la calidad de los servicios, esta terminará adoleciendo de todos los vicios de nuestra inercia burocrática y ciudadana. Por ello quizás tenga sentido la propuesta de un señor a quien escuché el otro día en la radio. Él se llama Matías Dávila y dedica una parte de su tiempo a viajar en los buses urbanos de Quito animando a la gente a protestar contra los malos servicios y servidores. Ha creado un blog con la consigna ‘Te aviso para que no les compres’. La auténtica ciudadanía empieza por cumplir nuestras obligaciones y exigir nuestros derechos, y no por ser sujetos pasivos de adoctrinamiento oficial.