A lo largo de todos los siglos, de los que la historia informa, se han repetido los anuncios del inminente fin del mundo.

Estos anuncios nada tienen de religión cristiana; pues Jesucristo dijo claramente que nadie, solo Dios Padre, sabe el día y la hora del fin del mundo. (Mateo 24, 36).

Los cristianos de Tesalónica, con el pretexto de que pronto volvería Jesús en el final de los tiempos, descuidaron el trabajo y el cuidado de la sociedad. El apóstol Pablo les corrigió con una enseñanza, que tiene valor permanente: “Quien no quiera trabajar que no coma” (2 Tes. 3, 10).

Recientemente ha reaparecido la fiebre de los anuncios del fin del mundo. La motivación ya no es solo seudorreligiosa, tiene ribetes de científica; se respalda en el calendario maya.

Los mayas desarrollaron un sofisticado sistema matemático a base del número 20. Eran muy interesados en los ciclos de la naturaleza y del universo. Su forma de medir el tiempo no estaba relacionada con la Luna, ni con las estaciones; se relacionaba con el Sol.

Según diversos estudiosos de esta cultura, hay tres calendarios maya: El calendario Tzolkin, usado con fines religiosos; el calendario Haab para el uso civil y el calendario “Cuenta larga”, que contaba 1.872 millones de días desde una fecha de inicio. Los estudiosos no llegan a precisar esta fecha de inicio. En todo caso “Cuenta larga” es un ciclo de 1.872 millones de días, Siendo ciclo, comienza y recomienza nuevamente. No hay base para pensar que los mayas creyesen que el final de este ciclo era el final de los tiempos.

Los agoreros se basan en este calendario “Cuenta larga” para anunciar que el mundo llegará a su fin el 23 de diciembre del 2012. Esta base no llega al nivel científico de la astronomía; apenas llega al nivel de la astrología. ¿Qué dice la ciencia? El científico israelita Arnon Dar afirma que el ocaso de una de las superestrellas podría provocar un agujero negro y lanzar primero rayos gama, que obligarían a los seres vivientes a refugiarse en cuevas; después lanzaría rayos cósmicos, que penetrarían rocas y montañas: ¡Nadie se salvaría! Pues bien, nuestra galaxia tiene numerosas superestrellas mucho más densas que el Sol; en consecuencia, la posibilidad de destrucción de la Tierra es real. Pero, al mismo tiempo que la ciencia establece esta perspectiva, afirma que la muerte de una estrella probablemente se realice cada cien millones de años. Guy Consolmagno, astrónomo jesuita del observatorio vaticano, nos sugiere que, como colaboradores en la obra de la creación, antes de preocuparnos de los astros que caerán después de millones de años, nos esforcemos en que la Tierra sea morada cada vez más acogedora de la especie humana, tan ligada a todas las especies actuales y futuras. Lo demás es negocio desmovilizador de agoreros.