Recordaba junto con un viejo amigo, cuando en el colegio, entre los 10 y los 14 años, a inicios de los años sesenta, la algarabía entre chiquillos, cada vez que alguna desavenencia entre compañeros terminaba con un reto a trompearse. Comenzaba normalmente por algún coqueteo a la hermana, frente a lo cual el hermano se sentía obligado a defender el honor familiar. Nunca se consultaba a la hermana, pues era cuestión de varones salir por los fueros. Cuando ella se enteraba, normalmente se resentía, aun cuando muchas veces, me imagino yo, había una complicidad no verbalizada. Era, claro está, época de machismo del más tradicional. Una vez retado el enamorado indeseable a los trompones o quiños, normalmente se pactaban las reglas. Solo trompones, con patadas, con o sin patadas en el suelo; si la diferencia de fortaleza era grande, podía desafiarse con la chulla y si la diferencia era verdaderamente grande, podía el más fortachón ofrecer trompearse con la chulla hincada.
Determinadas la hora y el lugar, normalmente la salida de clases y en un potrero cercano al colegio, se producía un verdadero cortejo de niños y preadolescentes, que entre gritos, risotadas y apuestas a uno y otro acompañaba a los contrincantes. Sacadas las chompas, de uso común en esa época, comenzaba la gresca. Las barras gritaban a favor de uno u otro. Sácale chocolate, gritaban los unos; mátale, los más exaltados. Lo cierto es que a la primera trompada en el blanco que terminaba con el ojo morado o la nariz sangrante de uno de los bronquistas, la pelea finalizaba; si antes no había llegado un profesor o el director, que me imagino sabían de antemano lo que pasaba, cada vez que desfilaban estos cortejos rituales. El honor quedaba satisfecho si ganaba el hermano ofendido, o si era el conquistador, este podía seguir con su enamoramiento. Nunca verdaderamente quedaban resentimientos de larga data y muchas veces quien ganaba debía cuidarse, pues su fama se regaba por la ciudad. Los más machos buscaban enfrentarse con ellos en una suerte de concurso para saber quién era el más terrible del barrio, del colegio o de un sector de la ciudad.
Estos ritos terminaban cuando la hermana cumplía 15 años, momento en que los enamoramientos comenzaban a ser aceptados en las familias y máximo el hermano debía jugar el muy antipático rol de chaperón. Las broncas se producían solo cuando alguien se encontraba una enamorada en otro barrio o que era parte de un grupo de amigos distinto. En esos casos, las peleas incluían varios miembros de las jorgas y se armaban verdaderos battle royals. Eran muy clásicamente peleas de machos por el control de territorios imaginarios.
Para cuando la universidad, las peleas desaparecían por completo y las únicas en que se participaba eran las periódicas manifestaciones y enfrentamientos con la policía, cuando había una causa que así lo merecía. Recuerdo aquellas contra las embajadas de Bolivia y de Estados Unidos cuando mataron al Che o las protestas por la visita al país de Nelson Rockefeller. Pero estas ya no hacían parte de los ritos de pasaje a la madurez, sino de opciones políticas.
A mi edad, si alguien me reta a trompones, personalmente me declaro muerto. Siempre pensé que estos eran ritos de infancia y adolescencia y no comportamientos políticos, peor aún, materia de amenazas contra periodistas que hacen su oficio.