Las manifestaciones “al parecer fueron tranquilas y organizadas al comienzo”, con base en información de un testigo ocular que describió por correo electrónico la suerte del Tíbet. “Después, una histeria en aumento empezó a crecer como un derrame de varias décadas de opresión, imparable una vez que comenzó... luego que fuera liberada un poco de presión durante la protesta pacífica del principio, se desató una oleada de emoción. Se convirtió en algo similar a una turba...
Muchísima gente siendo arrancada de sus negocios, edificios quemados, puñales y cuchillos de carnicero, y cualquier otra cosa que alguien pudiera conseguir para defenderse o atacar. Tibetanos y monjes arrastrados y baleados en las calles. Muchos incendios, explosiones y disparos siguieron destellando esta noche...”.
Ahora, con tanques en las calles, cae la noche de la represión. Lejos de los ojos de reporteros entrometidos, Tíbet, así como algunos de los territorios vecinos que los chinos cercenaron de Tíbet, han sido aislados por completo. Las prisiones se están llenando y hay largas filas de camiones cargando el poderío armado de China, que avanzan hasta la meseta tibetana a fin de restablecer la autoridad de este país y cobrar quién sabe qué revancha.
Muy rara vez ha visto el mundo un choque tan claro entre el poder suave y el poder duro como en el enfrentamiento actual, entre el Dalai Lama y el poderío de la República Popular de China. En un sentido real, ambos han fracasado.
Desde Gandhi, el mundo no ha visto una autoridad moral y espiritual tan grande investida en un solo líder. Ningún país en el mundo reconoce el gobierno exiliado del Dalai Lama. Sin embargo, él tiene influencia sobre la imaginación de millones de personas más que los aproximadamente cinco millones de tibetanos que reconocen su autoridad. Sin embargo, sus esperanzas de un “camino intermedio” relativo a la no-violencia como uno de los medios para alcanzar la autonomía local en vez de la independencia, han sido tan dañadas como las tiendas en Lhasa que, en su furia, los tibetanos quemaron. Jóvenes tibetanos en el exilio están diciendo que solamente las medidas más firmes y más violentas levantarán el yugo chino. Es por esta razón que, desesperado, el Dalai Lama amenazó con renunciar a sus poderes temporales si los tibetanos no cesan su destrucción. Él no puede renunciar a sus poderes espirituales sino hasta su muerte, tras lo cual su espíritu pasaría a otro cuerpo en la reencarnación, con base en la creencia budista.
En cuanto a China, muy pocos gobiernos pueden ser tan duros con los disidentes. Frustrada y confusa ante el poder suave del Dalai Lama, reacciona con furia, acusándolo de promulgar la violencia, lo cual él ciertamente no hizo. Escuchen las palabras de China: El Dalai Lama es presentado como “un chacal vestido con la túnica de un monje, un espíritu malvado con rostro humano y corazón de bestia... Estamos trabados en una feroz batalla de sangre y fuego con la camarilla del Dalai”.
Y ahí lo tienen: sangre y fuego en contra del giro de una rueda, y las banderas ondeando que transmiten los rezos al viento. Sin embargo, China, de la misma forma, ha fracasado aun cuando ha restablecido y restablecerá el orden. Tíbet sigue sin reconciliarse. Y si después de 50 años pudieron darse sucesos como los ocurridos la semana pasada, la evidencia del fracaso de China está ahí para que todos la vean.
Hay un precio a pagar por ambos fracasos. Han retrocedido al futuro imprevisible las esperanzas del Dalai Lama en el sentido de que su vía intermedia pudiera, algún día, conducir a la autonomía que los chinos le prometieron a Tíbet originalmente. Los chinos manejarán con severidad los sentimientos separatistas, pues el mayor temor de China desde hace miles de años ha sido la desintegración, regresando a los estados beligerantes que, esperaba, ya había superado.
En su visita al Dalai Lama, las palabras expresadas por la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi, no fueron irrazonables, pero la visita en sí hará más daño que bien, sumergiendo a China más profundamente en su paranoia “escisionista”.
Si los tibetanos son motivados a resistir por más tiempo, pasará lo mismo que con la insurrección húngara o el llamamiento para que los iraquíes se levantaran durante la primera Guerra del Golfo: un gesto vacuo que dará paso a mayor represión en la que Estados Unidos no tiene intenciones de intervenir.
Aunado a lo anterior, el fracaso de China no será olvidado pronto, ocasionando que la reconciliación con sus minorías sea incluso más difícil, y quizás afecte incluso la forma en que Taiwán se comporte en el futuro, posponiendo incluso más su reconciliación con el territorio continental. Nada bueno puede salir de esta tragedia.
* Periodista de
The Boston Globe.
Distribuido por The New York Times News Service.