Jamás he podido admitir la idea de que el trabajo responda a una decisión de castigar. El proyecto de la idílica erranza dentro de un paraíso terrenal que eximía al buen Adán de los esfuerzos de la construcción y la previsión, no calza con la infatigable tendencia humana a la creativa laboriosidad. Basta imaginar qué haríamos con nuestras existencias concretas al prescindir de los horarios y empeños del trabajo.

No es cierto que la gran mayoría de las personas asuma sus tareas para sobrevivir económicamente. La remuneración o las ganancias son una consecuencia de la feliz ejecución de acciones en las que se cree y con las que se identifica nuestra faceta emprendedora. Un enclave laboral que combine la oportunidad de desarrollar nuestros mejores talentos con el estímulo de reconocimientos variados (sueldo, posibilidad de aprender más, ascensos, nuevos desafíos) parecería otra clase de paraíso, precisamente el que se contrapone a la imagen bíblica. Un paraíso humano, estimulante, en que la entrega de nuestras inspiradas iniciativas e ideas no irrita a ningún compañero o es azuzada por algún jefe de nivel medio, so pretexto de la tan mentada competitividad.

Los afanes del trabajo seducen pronto. Lo lógico sería comprometerse una vez graduados de la bien elegida carrera universitaria, pero la obcecada demanda de “experiencia” de parte de los empleadores, empuja a los jóvenes a empezar pronto menguando la dedicación que merecen unos estudios bien hechos. Y allí empieza el vaivén, el avanzar por la cuerda floja al convertirse en trabajadores que estudian y no en estudiantes que trabajan. Soy testigo constante de las tensiones de esos jóvenes que pronto se someten a los rigores de la empresa que ponen por encima de sus deberes universitarios.

Yo provengo de una tradición de grandes cumplidores. Soy, para muchos, una trabajadora compulsiva, por lo tanto nunca me han asustado los excesos en materia de esfuerzo y tiempo dedicado a proyectos específicos. Cuando algo ha interrumpido los procesos educativos, he dictado clases hasta sábados por la tarde y domingos sin que nadie que no fuera mi propio manejo de un programa, me lo exigiera. Pero lo que ocurre en años recientes me parece abuso y explotación: hay empresas que jamás respetan las horas de salida de sus empleados, les exigen trabajar en fines de semana y el concepto de horas extras no figura en sus esquemas.

Este yugo les cae encima, precisamente, a los jóvenes. A esos que todavía no terminan la carrera y combinan desequilibradamente sus afanes; a esos que defienden la pequeña baldosa de espacio laboral porque saben lo reñido del puesto; a los que, lícitamente, se han planteado metas personales ambiciosas. Y reniegan entre dientes, pero cumplen. Y se saben “aprovechados”, pero lo soportan.

Entre los tantos mitos que se han gestado en torno de una historia zigzagueante como la nuestra, está el de que Ecuador es un país de ociosos. Yo nunca lo he creído. Que no buscamos la excelencia en lo que hacemos, es otro problema. Pero el asunto es tema de otro artículo. Mientras lo pienso, dedico mis reflexiones a esos miles de jóvenes aplastados por una estructura de abuso. El país debe trabajar, cierto, pero sin que los resultados de una pirámide de esfuerzos se queden solamente en los bolsillos de una cúpula.