La miopía de los diputados nos está conduciendo al penoso dilema de, si primero fue la gallina o el huevo… si es mejor una Constitucional o una Constituyente.

No podíamos esperar otra cosa de un Congreso que lleva cerca de tres años sin encontrarse a sí mismo, entrampado en ocasiones, inútil en otras, torpedeado por sus propias mayorías, soslayando con minucias y juegos de palabras (pobres palabras) las tareas de mayor importancia.

No podemos tampoco pedirles más, si no han sido capaces de elegir un Contralor y un Defensor del Pueblo legítimos, si no son capaces de integrar el Tribunal Constitucional y la estulticia del Tribunal Electoral lo solucionan, sueltos de huesos, barajando nuevamente las vocalías.

Curiosa paradoja: los representantes políticos dedicados a bloquear la representación política. Quieren ellos ser los protagonistas de la reforma política, aquellos que no han conseguido ni siquiera poner coherencia en sus propios actos ni solucionar el desmoronamiento de las instituciones democráticas.

Su reflexión tiene los límites de sus intereses. Esa cándida o vivaracha reflexión de que, si existe Asamblea Constituyente, no solo se irán ellos sino también el presidente Palacio. Al fin, entendieron por qué en abril se hablaba de que se vayan todos. Pero lo entendieron para uso del chantaje y nada más. Ese límite que les lleva a analizar todos los hechos políticos como zancadillas. Para ellos eso es el ejercicio de la política: poner zancadillas entre el Ejecutivo y el Legislativo o ponerse zancadillas en el propio Parlamento.

Cuando les escucho me sorprendo por la enorme desvergüenza de sus afirmaciones: se cuestionan por la calidad que tendrán los futuros asambleístas, ellos, que han demostrado durante tres años una ausencia de calidad emblemática.

En una declaración de prensa, el ministro Galo Chiriboga se preguntaba si acaso la proliferación de organizaciones de la llamada sociedad civil no es el resultado de la pérdida de representación de los partidos políticos (de los que existen y no de la institución del partido político como tal).

¿No sería saludable que se hagan la misma pregunta del ministro Chiriboga?

Y si aquellas organizaciones de la sociedad civil no son representativas, la orfandad de representación política es responsabilidad de los diputados y los dueños de los clubes políticos.

Otra vez la estrategia de la zancadilla. Como no les gusta la idea de una Asamblea Constituyente como está propuesta, lejos de enriquecerla, optan por los atajos para desvirtuarla.

Es curioso: los partidos políticos no se han ocupado de la reforma política por años, para presentarse ahora como los llamados a encarnarla. Si ya no son necesarias más constituyentes, yo me preguntaría qué hacemos con la rémora política que está en el poder.

La primera reforma debe estar dedicada a modificar de raíz sus propios partidos. Y aquello es tarea de la sociedad, no de los propietarios de los partidos.

¿Que la Constituyente no soluciona los problemas de la pobreza, como preguntaba una encuesta mañosa de opinión? Ya lo sabemos. Pero abordar los problemas de injusticia social, exige modificar la condición política de quienes deben ocuparse de abordarlos.