Dicen que tienen alas y la mayoría coincide en que son hombres, la mano armada de Dios y que se agrupan por jerarquía. Reconocidos como ángeles, arcángeles, querubines y serafines.

Confeccionados de una contextura especial que los hace incapaces de sentir los deseos de la carne; y, como quien puede lo más puede lo menos, no sienten hambre ni cansancio, ni envidia, ni sabrán lo que es la traición. Aunque se dice por ahí que un día, mucho tiempo atrás, el más hermoso de todos se rebeló e intentó derrocar al Creador, y este, como castigo, lo condenó a la fealdad pero le concedió el principado de las tinieblas. Cosa que nos hace pensar que eso de la belleza puede resultar poderosamente peligroso.

Entre sus deberes está el de involucrarse invisiblemente con la gente para ayudarla en cosas sencillas o complicadas, como provocar que aparezca un taxi en una noche de lluvia hasta detener la mano de Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo. En todo caso, parecen ser el brazo ejecutor de la voluntad de Dios, pues fueron quienes cerraron las puertas del paraíso cuando expulsaron a Adán y Eva y quienes reclutaron a San José en el misterio de la Encarnación.

Pero con este asunto de la globalización y el libre mercado, la cosa se pone difícil para quienes no los ven; con la gravedad para quien negara su existencia, ya que según el Código Canónico comete pecado mortal. Por ello, sería conveniente solicitar algunas reformas en las funciones de estos seres celestes, con el fin de potenciar sus recursos y obtener una “gloria” más terrenal.

Podríamos empezar pidiendo que los ángeles de la guarda, en lugar de sostener las manitos unidas, tomen las nuestras, especialmente al momento de rayar la boleta de elecciones y así nos evitarían malos ratos. Por las noches, en lugar de cuidar nuestros sueños, cuiden nuestras casas de los desalmados a los que no les basta robarnos sino que intentan matarnos.

A los querubines y serafines les solicitaríamos que se turnen –para que el cielo no se quede sin coros– y que por grupos desciendan a dar señales de humo, a decirnos que no estamos solos y no perdamos la fe.

Y a los poderosos arcángeles, Rafael, Miguel y Gabriel, les rogaríamos que con espada en mano y sabiéndolos capaces de destruir al mismo Lucifer, se hagan cargo de cada una de las tres funciones del Estado; y, antes de irse triunfantes, nos muestren a los autores de las “listas negras”, los nombres de los suscriptores de los acuerdos comerciales y políticos que hipotecan nuestro futuro; los de los “caballeros” del maletín; y los de los jueces incapaces y corruptos.

Para muchos sería fantástico la posibilidad de contar con una contraprestación tangible a la fe en los ángeles, especialmente para aquellos que –ciegos del alma– no son capaces de reconocer a esos otros ángeles –sin jerarquía ni alas–, que disfrazados de sencillos y simples seres humanos se involucran en nuestras vidas y que su presencia nos convoca a seguir creyendo en lo que nos parece imposible.