Un timbrazo de teléfono me despertó al filo de la medianoche. “He regresado –me dijo una voz con acento argentino– y quisiera verte”.

La madrugada me encontró insomne, en el recuerdo.

Sí, eran cuatro: dos parejas. No, eran cinco, con la niña.

Como todo equipaje traían sus trajes de arlequín envueltos en un hatillo, junto con el dolor de su exilio.

Así tocaron la puerta del café-teatro y preguntaron si era posible iniciar allí una corta temporada, que se prolongó conforme el público, noche a noche, llenaba la sala para ver esa farsa que cautivaba con su humor y su frescura.

Nosotros, mientras tanto, cruzábamos el Niágara sobre la cuerda floja de nuestra juventud, en esa pieza de Alonso Alegría que nos hacía creer que los malos vientos jamás nos precipitarían al fondo de las cataratas, ni el vértigo de la altura nos haría dar un mal paso hacia el vacío: asidos a la pértiga de nuestras ilusiones, avanzábamos.

Ellos y nosotros nos reuníamos en el mismo café-teatro. Como fondo, sonaba siempre la potente voz de Mercedes Sosa, en unas noches frenéticas en que la técnica de Brecht se mezclaba con la dictadura petrolera de Rodríguez Lara, y el Che nos alumbraba con el candil de su ejemplo para alentarnos en  esa revolución que creíamos posible.

Así, hasta que un día se marcharon los cuatro, que eran cinco con la niña. Fueron a Guayaquil y supimos que ahí dejaron para siempre de ser cinco, que Ernesto Suárez fundó un grupo nuevo y que Arístides Vargas regresó a Quito para comprobar su necia teoría de que la mala yerba nunca muere.

Luego, la vida. Y el silencio. Hasta esa noche en que el timbre del teléfono me despertó para dejarme insomne en el recuerdo.

Al día siguiente acudí a la convocatoria y fui al teatro. Allí lo encontré, milimétricamente igual a cómo lo recordaba: como un auténtico juglar que se sitúa en el escenario para contarnos su vida, que no es otra que la de alguien que supo seguir los trazados del destino con una honestidad inamovible, una autenticidad a toda prueba, una inteligencia natural, una sólida cultura de autodidacto y una imaginación que le desborda.

Y así reí y así lloré durante ese reencuentro que duró apenas una hora pero que resume los largos años en que él no ha hecho nada más que aquello que eligió: teatro.

Él continúa dando su testimonio con la necia vocación de un sacerdote dionisiaco que, en su rito, transmuta la realidad sin otro recurso que su voz y subvierte el orden sin más elemento que su gesto.

Sigue siendo el suyo un teatro pobre, lleno de riquezas.

Sigue siendo la suya una vida rica, llena de pobrezas.

Porque teatro y vida se funden, se confunden en Ernesto Suárez.