Realizar ese ejercicio del entendimiento que llamamos crítica es cosa de locos cuando se emprende dentro de un medio poco acostumbrado a practicar o recibir una palabra complementaria, enjuiciadora. Pero es una práctica indispensable. En el caso de que falte, los ejecutores de una obra, los ególatras, los apasionados por la acción del reflejo (en la ingenua aceptación de que sus obras los muestran de cuerpo entero), buscan y hasta crean la circunstancia y el discurso crítico. En realidad, seudocrítico. Pero cuando se da una verdadera y desprejuiciada emisión crítica... ay de quien la firma.

¿Qué es la crítica? Justipreciar una obra decían los antiguos. Opinar valorando, simplifico yo para estas líneas en aras de la más amplia comunicación. Vista así, la crítica la ejercemos todos desde el derecho de receptores, muchas veces de víctimas de un mal producto humano. El “no me gusta” puede esgrimirse desde la plataforma de nuestros más desconocidos humores, en una conversación social. Sin embargo, hay un plano de crítica profesional que exige años de estudio, larga experiencia de consumidores de un específico quehacer. Se adquieren herramientas de trabajo, se combinan las perspectivas. Lo peor es que el crítico profesional no tiene –en el Ecuador– mucho puesto donde ejercer su oficio y ganarse la vida.

Lo cierto es que por allí vamos criticando en el buen sentido de la palabra, en los reducidos espacios en que podemos hacerlo. El tropezón con la roca del descontento será inevitable. En nuestro medio no hay comprensión para el acto de criticar. El autor de la obra se siente insultado cuando la palabra valorativa no es laudatoria. El círculo que lo rodea (amigos, editores, productores, promotores y un largo etcétera) apoya que hay “falta de generosidad”, que “no se contribuye con el esfuerzo nacional” y se descalifica el pronunciamiento crítico tildándolo de “destructivo”.

Yo defiendo una crítica sin adjetivos. Una que no esté llamada a construir ni destruir sino a mirar desde afuera el producto comunicativo o estético y a leerlo con responsabilidad. Sin evadir que el crítico tanto como el autor están situados en personalidad, sociedad y época para vivir y hablan desde ellas. Engarzados en su propia red de valores. Porque así vamos tejiendo el inagotable diálogo de la vida.

Vale reparar en la etapa de la autocrítica, fundamental para quien siente que tiene algo que poner ante los sentidos de los demás. Cuando la pieza artística es primeriza, endeble y ya se exhibe o publica, nos hace pensar en que su autor es ingenuo o pretencioso, o lo peor, que está imbuido de un completo irrespeto al receptor. ¿Por qué tenemos que ver, leer, escuchar esos tartajosos versos, esos chistes inoportunos, esos movimientos forzados, esas notas desiguales? La autocrítica se sostiene en una ardiente paciencia, en una devota disciplina, en el deliberado acto de volver a empezar. Buena falta le hace a cantidad de aprendices de arte que, excepcionalmente, han captado en la actualidad, espacios y oportunidades.

Entonces, no se trata de desmotivar a gente vocacionada. O de cerrarle el paso a esa extraña e inefable inclinación por crear. Se trata de ser exigentes, auténticos, honestos, en bien de la producción artística nacional.