Si el actual gobernante dejase el poder por cualquier circunstancia, renuncia, destitución, golpe de Estado, etcétera, nuestro país habría contado en el lapso de ocho años con cinco presidentes, sin sumar al nuevo mandatario ni aquellos encargados del poder que de forma transitoria se fueron descartando con el vacío legal producido luego de la destitución de Abdalá Bucaram.
A ese ritmo, el país igualará pronto el récord más reciente, ocurrido en la turbulenta década del treinta, dando muestras de que si de algo carece la nación, es de buena memoria. Entre 1931 y 1940, como lo señalaba recientemente un analista, el país tuvo tres presidentes (Martínez Mera, Velasco Ibarra, Mosquera Narváez), dos jefes supremos (Federico Páez y Enríquez Gallo) y siete encargados del poder (Larrea Alba, Baquerizo Moreno, Freile Larrea, Guerrero Martínez, Arroyo del Río, Andrés F. Córdova, Julio E. Moreno), para luego dar paso a un proceso de continuidad democrática, interrumpido brevemente con la renuncia de Arroyo del Río. Resulta conveniente revisar lo que pasó en tales años, para no olvidar que incluso se dio un pequeño conflicto, “la Guerra de los Cuatro Días”, en la cual se dice murieron cerca de dos mil personas. ¿Signo inequívoco de lo que puede ocurrir o repetición clara de que la continuidad presidencial no se encuentra diseñada en las necesidades básicas del país?
Siendo distintas las circunstancias, reflexionamos sobre la situación actual para percatarnos que al igual que hace setenta años, el relevo presidencial por cálculo político no está incorporado en la Constitución, surgiendo así la propuesta de sincerar nuestra Carta Magna, de forma que sintonice la realidad política nacional, vinculada de forma indiscutible a un alto grado de insatisfacción popular respecto de los resultados de la vivencia democrática, lo cual a su vez explica la naturalidad con que se maneja la tesis del cambio presidencial. Debe tomar la Constitución dicho factor real e incorporarlo como propuesta filosófico-jurídica, de forma tal que a través de otros sistemas de gobierno –parlamentario, por ejemplo– o a través de la incorporación precisa de ciertas instituciones, como la revocatoria del mandato presidencial, no aplicable actualmente en nuestra ley suprema, pueda plasmar estos tiempos especiales por los que atraviesa la patria.
Puede no decir nada la Constitución y admitir simplemente que el cálculo político, sumado al ímpetu callejero, contando con la infaltable acción u omisión militar, sean los que marquen el ritmo y las pautas del relevo presidencial; puede ser, como muchos piensan, que es la forma más clara de desahogo democrático, permitiendo que el cambio de un gobernante se convierta de forma figurativa en una válvula de escape de las tremendas presiones a las que se someten estos procesos, evitando de esa manera una explosión social de impredecibles consecuencias. Puede ser, sí, pero insisto que es preferible darle un toque de realidad básica a nuestra Constitución, permitiéndole que siga atenta a la movilidad legal que provocan todos estos avatares políticos, en lugar de que sea utilizada como simple muletilla.
Una reflexión final: el hecho de que un mandatario no cumpla eficientemente con su encargo, el consiguiente descontento popular y la necesidad-excusa de su relevo han pasado a constituirse en un verdadero desafío de gobernabilidad, cuya relevancia puede ser ignorada por muchas normas, menos por la Constitución. No caigamos en la trampa.