¿Cuándo fue que olvidamos la palabra? ¿Cuándo? No lo conocemos, pero quizás fue hace mucho tiempo, tanto que ahora ya no sabemos, no recordamos, no creemos que sirve para relacionarnos con los demás. Para expresar amor, amistad, dudas, dolor, curiosidad, alegría, tristeza, ira, desacuerdos, coincidencias, resentimientos, perdón. Para expresar los pensamientos. Para entender a los demás. Para ofrecer. Para reclamar. Para discutir. Para lograr acuerdos. Para celebrar los encuentros y romper los desencuentros. Para orar.

Fue hace tanto, que poco a poco la fuimos reemplazando por la imagen, por los gestos, por los monosílabos. Por el grito, por el golpe, por el silencio. Por las armas, las minas y las bombas.

Tanto, que el otro lenguaje, el no humano, el de la violencia, el del terror, fue ganando terreno.

Y así, los unos y los otros encerrados en silencios particulares, incapaces de expresarnos, incapaces de decir nuestra palabra y escuchar la de los demás, incapaces de encontrar por el diálogo la palabra común, vamos levantando muros y alejándonos cada vez más, convencidos de que no tenemos nada que decirnos o de que hacerlo sería inútil.

Hasta que la necesidad de ser oído estalla cuando se ha perdido también la noción de humanidad, el respeto a la dignidad de uno y otro, en definitiva, el respeto a la vida.

El silencio va sembrando sus minas: la pobreza, la ignorancia, la enfermedad no atendida, el desempleo, la injusticia, la intolerancia, la arrogancia, la prepotencia, la no participación.

El silencio va instalando sus bombas: la guerra y el terrorismo.

La sociedad va poniendo las víctimas: los pobres, los marginados, los discriminados por cualquier razón, los heridos, los muertos.

Y así vamos, hasta que la cotidianidad de los hechos de violencia nos deje también sin lágrimas.

La palabra es por definición atributo de la especie humana. Es el don que nos permite relacionarnos a niveles distintos de las otras especies; perderla es renunciar a nuestra condición humana y rendirnos al lenguaje de la fuerza. Recuperemos la palabra, hablemos, dialoguemos sin temores acerca de lo que nos pasa, de este mundo loco que hemos construido. Hablemos sin prejuicios, sin intolerancias, oigámonos. Es quizás el mejor homenaje que podemos hacer a las víctimas muertas de la desconfianza en la palabra y la fe en la fuerza. Recordemos que “en el principio fue el Verbo”.