Estamos acostumbrados –y con mucha cortesía– a dar la bienvenida a los parientes y amigos que entran a la casa a visitar. ¡Bienvenido! Le decimos al amigo que llega y nos contesta: ¡Bienhallado! Pues bien, hoy, nuestro Salvador nos dice a todos: ¡Bienvenidos a la santa Cuaresma del 2004! Nos saluda así el Señor para que lo interioricemos en lo más hondo de nuestro corazón y nos preparamos a la Pascua de Resurrección; es decir, a la vida, pues tenemos que morir al pecado para alcanzar una vida en plenitud.

En otras palabras, la Cuaresma nos pide un cambio de vida. Por eso, la vida se hace auténticamente cristiana cuando este cambio es fruto de la toma de conciencia de lo que somos y debemos ser y hacer, y nunca el catálogo de buenas intenciones de cada año, en un instante de amistad con Dios y de entusiasmo; por tanto, las resoluciones se presentan como una cascada de aguas cristalinas que refrescan y alivian al que a ellas se junta, pero luego parece cristiano olvidadizo y nada más.

Pero el fruto seguro es la reconciliación con el Padre bondadoso y con nuestros prójimos, sean parientes, amigos, vecinos o compañeros de estudio o de trabajo.

Por consiguiente, la reconciliación, que es el sacramento de la hermandad, no puede dejarse para más tarde, porque la Cuaresma, que comenzó el Miércoles de Ceniza con la obligación del ayuno y la abstinencia, es el tiempo y la hora de la salvación. Por tanto, son días que no se deben desperdiciar: “Teme a Jesús que pasa” a través de este espacio de oración, de penitencia y de salvación.

La Cuaresma es tiempo para recordar que, por nuestra naturaleza humana, estamos expuestos a caer en el egoísmo que se hace injusticia, pecado, corrupción y muerte. Pero, al mismo tiempo, es el momento en que contamos con la misericordia de Dios, nuestro mejor aliado, si queremos salir vencedores en la lucha por la vida, la justicia, la paz, la hermandad y la libertad, entre otros valores del reino de los cielos, frente a los antivalores que esclavizan a muchos jóvenes y adultos, impidiendo que se implante el Reino de Dios.

Los fieles, que están sujetos al ayuno y abstinencia, deben al mismo tiempo recordar lo que dice el Espíritu Santo por boca del profeta Isaías: “Mirad, es que en el día de ayuno buscáis vuestro interés y explotáis a vuestros servidores; es que ayunáis entre riñas y pleitos, dando puñetazos sin piedad. No es ese ayuno que ahora hacéis el que hará oír en el cielo vuestras voces. ¡Acaso es ese el ayuno que yo quiero para el día en el que el hombre hace penitencia? Doblar la cabeza como un junco, acostarse sobre el saco y ceniza, ¿a eso llamáis ayuno, día agradable al Señor?”.

“El ayuno que yo quiero es este: abrir las prisiones injustas, desatar las coyundas de los yugos, dejar libres a los oprimidos, romper todas las cadenas; partir tu pan con el que tiene hambre, dar hospedaje a los pobres que no tienen techo; cuando veas a alguien desnudo, cúbrelo, y no desprecies a tu semejante. Entonces brillará tu luz como la aurora, enseguida te brotará la carne sana; tu justicia te abrirá camino y detrás de ti irá la gloria del Señor” (58,1-8).