La noticia de que hace pocos días, en España, el flamante matrimonio entre dos ancianos de 85 y 82 años terminó en el atroz asesinato de ella, de parte del cónyuge celoso, me impulsa a este artículo. El hecho, obviamente, pasional hasta la locura, nos pone a pensar en los extraños recovecos del alma humana por donde puede perderse todo sentido. Sin embargo, en esa misma dimensión se concentra la capacidad de entender los comportamientos de las personas por aquello que dijo el filósofo griego: “soy humano, entonces, nada me es extraño”.

Que una pareja en el último recodo de la vida se conozca dentro de un ancianato, se enamore (respetando la vivencia inusual del enamoramiento durante la ancianidad que tan bien tratara García Márquez en El amor en los tiempos del cólera), y se case, produce esa sorpresa habitual dentro de un mundo que está acostumbrado a negarle a los mayores una buena cantidad de experiencias. Vejez parecería ser la edad de las enfermedades, de la soledad, de los olvidos. Como las sociedades hispanohablantes imitamos en mucho a las del sector desarrollado, vamos asilando en hospicios a nuestros ancianos. Y esperamos que allí lo pasen lo mejor posible.

La amistad, el entendimiento platónico y hasta el matrimonio han surgido en esa etapa y la pareja de ancianos es mirada con cierta benevolencia –irrespetuosa en el fondo–, como se contempla a los niños que, precozmente exhiben también algo parecido al idilio. Ese es el problema del contexto. Del plano que impone costumbres y reglamentos, que vigila y cuida porque la organización civil le ha dado a instituciones y personas la responsabilidad de acompañar a otros seres humanos en el trecho final de su existencia. A fin de cuentas, los gastos de ese período los han pagado esas mismas personas con los impuestos de toda una vida, con los seguros de enfermedad y vejez.

Pero el problema fundamental, el que impacta en la sensibilidad y en la conciencia es el que se desprende del epílogo de la historia de la pareja española. Un asesinato por celos. Un montón de puñaladas con instrumento de carnicero. La rápida tendencia a hablar de desequilibrio mental no enmascara las terribles significaciones del acontecimiento. El gran marco del abuso y del crimen sobre las mujeres en España no puede ser descuidado: el hecho sangriento se repite de manera insistente, los compañeros sentimentales maltratan, acosan, asesinan. En el caso de marras, la transformación del amante en asesino ocurrió con la celeridad del rayo, porque se habían casado hace escasos días. Los 85 años no pusieron temblores de inseguridad en la mano que se alzó, castigadora, para eliminar una vida.

Me hago entonces unas preguntas angustiosas: ¿qué ocurre en la mente del agresor? ¿Quién pone el germen del derecho, de la prerrogativa que lleva a golpear, a atropellar, a matar? ¿Acaso no será el mismo tipo de educación que hace creer que un sexo es superior a otro, que a uno le corresponden las decisiones y a otro la obediencia, que uno tiene libertades que son incompatibles con los deseos del otro? En ese esquema, la palabra amor fácilmente se convierte en la palabra sangre.