Yo no sé si recuerdan que la censura es ilegal en nuestro país desde hace 25 años.

El apartado 2 del artículo 20 de nuestra Constitución establece que el ejercicio de los varios derechos a la libertad de expresión “no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa”. Y el 5 añade que “solo podrá acordarse el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información en virtud de resolución judicial”.

Por fortuna, no ha habido apenas tentativas abiertas de enmendar estas disposiciones, pero a nadie se le escapa que ocasionalmente sí se ejerce censura, privada o pública, posterior o previa (de la previa no solemos enterarnos), o se solicita su aplicación “por motivos buenos o justos”, olvidando que en este campo no hay nunca más motivo aceptable que la evitación de un grave delito (y aún).

Algo que no deja de sorprenderme es el control férreo que muchas personas mantienen sobre cosa tan nimia, breve y por lo general estúpida como la publicidad.

Tengo la impresión de que, al no ser esta en rigor “informativa”, ni tampoco en rigor “artística”, los censores de facto se atreven a ponerle cortapisas y a intentar retirarla mucho más que a un artículo de opinión, una película o una novela. Hace unas semanas, la Defensora del Lector del diario El País, Malén Aznárez, dedicaba parte de su espacio a comentar las protestas recibidas por la inserción de un anuncio de reloj de caballero cuyo texto rezaba: “Casi tan complicado como una mujer. Pero puntual”.

De inmediato llovieron las acusaciones de “sexismo” (fea palabra con poco sentido, pero con mucha fortuna entre nosotros, como todas las americanadas verbales), con el resultado final de que el responsable de la marca, aterrado, decidió no volver a utilizar “de momento” el afrentoso anuncio en cuestión. Yo estoy convencido de que si su texto hubiera dicho “Casi tan sencillo como una mujer. Y tan puntual”, las protestas no habrían sido menores.

“¿Cómo que sencillas?”, habrían bramado los que ahora han rugido “¿Cómo que complicadas?”. “Y lo de puntuales, ¿qué va, en plan sarcástico-machista?”, habrían vociferado los que ahora han aullado “¿Cómo que impuntuales? ¿Cuándo acabaremos con los tópicos sexistas?”.

No es la primera ni será la última vez que un anuncio se retire –se censure– por la mucha quejumbre del personal. Leo que en 2002 el Instituto de la Mujer recogió nada menos que 579 denuncias por publicidades “sexistas”, incluida una que “promovía la subordinación de la mujer” al mostrar unas manos femeninas atando los cordones de unos zapatos masculinos (!). Supongo que cualquier imagen de un hombre rodilla en tierra, calzándole un zapato a una mujer –algo visto hasta la saciedad–, promovería a su vez la subordinación de aquel a esta.

Pero lo que encuentro más alarmante no es la proliferación de estas protestas, que a menudo rozan la paranoia o entran de lleno en el espíritu policial-religioso franquista (que impedía la aparición de cualquier parte íntima femenina), sino el increíble miedo que inspira a los acusados.

Lo que en verdad me cuesta entender es que la asendereada Malén Aznárez se vea obligada a ocuparse del reloj ofensivo y a dar explicaciones por su aparición en el diario.

Que el responsable de la marca anunciante agache la cabeza contrito y retire sin más la campaña que hizo sin mala intención y “en clave de humor”. Que yo mismo, en consecuencia, juzgue oportuno dedicar un artículo a estas prácticas censoras disfrazadas de feminismo y “corrección”.

Uno de los mayores peligros y empobrecimientos de todo esto es que se está olvidando –o más bien condenando– la existencia del punto de vista y de la subjetividad: de quien escribe, o hace una película, o concibe un anuncio.

Hace ya muchos años, tras una lectura pública en Alemania, una espectadora me preguntó por qué el inicio de un capítulo mío decía “Cuando uno está solo, cuando uno vive solo…”, en vez de “Cuando una persona está sola…”, y me reprochó la “discriminación”. Mi respuesta fue sencilla: “Porque el narrador de la novela es un varón, y cuenta desde su punto de vista y su subjetividad. Otra cosa no tendría mucho interés, como no lo tendría un mundo en el que todos hablaran y relataran igual”.

De parecida manera, y salvando distancias, un anuncio de reloj de caballero puede expresar la subjetiva idea de que el sexo opuesto resulta complicado de entender para el propio, noción muy frecuente también a la inversa, desde el punto de vista de muchas mujeres.

En todo caso, ni esto ni lo de los cordones parece tan espantoso, sobre todo al lado de tantísimas acciones graves cometidas a diario contra las mujeres, en nuestro país asesinadas casi a mansalva.

E indignarse por cosas tan inocuas como esos anuncios supone de hecho devaluar, abaratar, rebajar el concepto de la verdadera agresión a ellas, y mucho me temo que dice más sobre el ánimo quisquilloso y censor de los denunciantes que sobre su espíritu de equidad. De equidad entre los sexos y más allá de ellos, eso quiero decir.