Cada segundo, millones de seres lo murmuran en mil idiomas: I love you, je t’aime, ich liebe dich, ti voglio bene. Lo dicen los chinos, los árabes, los sordomudos. Lo cantan las aves, lo expresan los animales. Aprisiona la hiedra al roble, retocan las flores sus pétalos, tiñen sus labios las mujeres. Se enlazan los dedos para rezarle al amor; se juntan las bocas. En nuestro pecho estalla algo como muerte blanca, fuego, agua, bengalas, lava ardiente. No sabemos si es bálsamo quemante, estremecimiento, herida despedazada. A toda brida se encabrita el corazón. Gira, loca, la sangre en la licuadora, sube a la cara, invade el cerebro. Nos quedamos ahítos, saciados por algo que nos apabulla con su exceso.
El clímax se vuelve prolapso vertiginoso, desmayo consciente, vida que se detiene en el vértice de la montaña rusa. Cae el alma en barrena hasta recuperar la fuerza de sus motores. Apenas se apacigua el cuerpo, la ternura devuelve la quietud a los sentidos alborotados.
No tenía más de seis o siete años. Al volver de la escuela primaria, cruzaba siempre a una mujer comúnmente llamada de mala vida. Colette era su nombre. Me saludaba:
-¡Buenas tardes, chiquillo!
No contestaba. Miraba sus labios de carne cruda, sus blusas escotadas que olían a violeta, sus párpados morados de tanto trasnochar. Entonces arreglaba ella la corbata de mi uniforme, me daba una palmadita en la mejilla, decía: “Perdí a un hijo que ahora tendría tu edad”. Recibí sin saber mi primera lección de ternura. Cada vez que huelo una violeta, mi infancia me sube a la cabeza como si estuviese ebrio. Siento dentro de mí una camada de cachorros que se inquietan y gimen dulcemente.
El “te quiero” se queda en las puertas del alma. No se decide a cruzar el umbral. Nos estremece algo. Quizás es el viento despeluzando al petirrojo. El “te amo”, más apremiante, pide posada, se vuelve humilde, suplicante, se queda años esperando. No se le ocurre golpear la puerta de otro corazón. El “te amo” rutinario pasa de boca en boca como los billetes de mano en mano. “Te amo” significa descarrilar nuestra vida en las líneas de otras manos, dar un traspié al destino, respirar con los pulmones de otro ser, clausurar los ojos, compartir la oscuridad cuando estalla la luz en ráfagas eléctricas, colisionar en cámara lenta, realizar una transfusión de miradas, tumbar las compuertas del deseo para que, de pronto, se abran todos los diques, se desquicien las neuronas, nazcan sismos en el subconsciente. Se licua el cuerpo, rezuma la angustia con algo de sudor. El alma vuela por el techo, se abraza del sol. Reímos. Lloramos.
Desvariamos. El cuerpo del hombre templa sus velas, busca el puerto. Entramos en emergencia. La soledad siamesa solo admite a dos locos unidos por donde sea. Las palabras se vuelven irreparables como el tatuaje, la marca de hierro al rojo vivo. Y aún con cien años a cuesta, nos sacude la ternura hasta los cimientos si nos llega un “te amo” apenas susurrado.