El hospital León Becerra, creado y mantenido por la Sociedad Protectora de la Infancia, es una de las instituciones más representativas de Guayaquil. Enraizada en el alma de nuestro pueblo, su historia benemérita se remonta a los días en que nuestra ciudad era más niña, menos cosmopolita pero más de carne y hueso, más de corazón y espíritu.

¿Quién que sea guayaquileño de nacimiento o de adopción no ha sido testigo de su trabajo callado y permanente, del celo y el amor, de la devota dedicación a los pequeños enfermos? Cada día y cada noche de incontables años en que se rescató algún niño de la muerte constituyen la prenda de ese tipo de heroísmo practicado por su personal de médicos, paramédicos, laboratoristas, empleados administrativos y un etcétera largo.

Me consta –porque mis hijos fueron pacientes muchas veces de sus salas– que muchísimos médicos de brillante trayectoria trabajaron decenios sin cobrar un centavo. Y que sus enfermeras y demás personal tuvieron el absurdo privilegio de ser los peor pagados de los hospitales de Guayaquil. Eso por las limitaciones económicas de la esforzada Sociedad Protectora de la Infancia.

Muchas veces, por ello, la Sociedad estuvo a un tris de cerrar sus puertas. Y cuando llegó a tan desesperada y trágica resolución, el espíritu solidario de la opinión pública consiguió que el Estado acudiese con la ayuda económica indispensable para que prosiga salvando frágiles vidas infantiles. Recuerdo haber roto lanzas varias veces, en unión de otros colegas periodistas, para defender la sonrisa y el canto, la salud de los niños del pueblo, los que más necesitan de atención médica gratuita.

La última vez que ocurrió una emergencia de ese tipo, el gobierno de turno abrió las manos, dio una importante ayuda económica y prometió “financiar las remuneraciones del personal hospitalario, de acuerdo con los aumentos establecidos hasta el año 2004”.

Pero, según la información aparecida en la prensa: “El Ministerio de Finanzas no ha entregado desde julio los fondos para cubrir las alícuotas mensuales, por lo que adeuda 85.000 dólares al hospital”. Es de imaginarse el pesar con que el Presidente de la  Sociedad Protectora de la Infancia ha dicho las siguientes palabras a la prensa: “Si no hay respuesta, se deberán reducir los servicios hasta su paralización total”.
Haciendo un poco el rol de abogado del diablo, alguien podría decirme que hay otros hospitales que desenvuelven esa tarea con gran eficacia y que acogerían a los enfermos del León Becerra. Pero el déficit de camas para niños es tan grande, que no permite un nuevo y lamentable incremento.

El botellero sabe que nuestro Gobierno busca desesperado solucionar el déficit que afronta. Pero sabe también que el Presidente admira y reconoce el esfuerzo titánico que implica servir a la niñez enferma con los pobres recursos de una entidad privada de servicio público y de tan humanista trayectoria en defensa de los niños.

¡Todo sea por el único tesoro que tienen Juan Miseria y Petita Tristeza: sus pequeños hijos!