Uno de los reclamos más persistentes de quienes exigimos una renovación en el campo de las ideas y de las acciones transformadoras es el de la falta de participación política de la sociedad civil en las decisiones importantes que atañen al futuro de la ciudad o más ampliamente del país. Aunque antes merecería atención discutir a qué llamamos participación política y en qué instancia de poder se debería participar, me atendré a comentar la figura clásica de participación –la electoral partidista– de algunos jóvenes que dicen representar un cambio de mentalidad y actitud en estas próximas elecciones. Voy a generalizar y mi intención es la de ofrecer una impresión en lugar de un análisis pormenorizado, lo que excedería los límites de este artículo.

Para empezar diré que dicha participación no viene de la mano de ningún movimiento social autónomo de jóvenes, ni promovida por ninguna institución, fundación u ong pro juventud. Los candidatos juveniles –que no son muchos– vienen de la mano de los partidos políticos y aupados por los líderes hegemónicos de dichos partidos. La idea es dar la imagen –por otra parte legítima y deseable– de renovación, frescura y lozanía al rostro agrietado y cansino de algunos viejos partidos. ¿Pero es así? En parte sí, y es posible que algunos candidatos jóvenes tengan las mejores intenciones. Sin embargo, me preocupa el discurso. Los he escuchado y me he quedado con ciertas dudas. Por ejemplo, cuando los jóvenes candidatos hablan de sus planes, lo hacen imitando el estilo de sus mentores, pero en el tono de una entusiasmada ingenuidad. Adoptan los mismos gestos, las mismas inflexiones de voz, las mismas posturas. Esto se explicaría por el mecanismo de identificación, pero no olvidemos que la identificación es una alienación a un modelo externo que el sujeto incorpora por vía imaginaria sin discriminación y por tanto sin diferencia con el modelo. Por otra parte, el contenido de sus mensajes está carente de un verdadero cambio de visión, de perspectiva. No necesariamente por ser joven de cara se es joven de pensamiento. Es más, muchas veces he constatado en diversos jóvenes la persistencia fosilizada de los modos de pensar de los adultos, con sus clisés y prejuicios. No proponen maneras de hacer y proceder distintos a los acostumbrados por las “viejas artes” de la negociación política, pues son los caminos del accionar político clásico los que han echado a perder las mejores ideas y propuestas. Sabemos, por supuesto, que ningún cambio cualitativo de importancia adviene con el alba próxima, pero no puede esperarse ese nuevo horizonte si al menos no vemos en el presente los signos de un nuevo comienzo. El idealismo sin conceptos es peligroso, porque lleva al fanatismo o a la tontería. Tal vez los jóvenes que empiezan a moverse en el espacio de la política ortodoxa sepan, más que adaptarse –lo que sería decepcionante–, configurar nuevos ámbitos de participación ciudadana en el poder y llamen a otros jóvenes de cuerpo y, sobre todo de ideas, a conjurar la desidia que nos embarga por el bien público y que está asfixiando todo destino democrático.