Las rejas siguen invadiendo Guayaquil. Moradores de ciudadelas del norte, sur, este y oeste se apresuran a cerrar peatonales y herraduras, aunque no tengan permiso municipal y les represente costos por sobre los 5.000 dólares. Atemorizados por la delincuencia e indignados por la inoperancia de quienes constitucionalmente están obligados a garantizar seguridad toman esa alternativa.

La gente vive encarcelada en sus barrios mientras los delincuentes llegan a todos los sectores. “No puede ser que estemos pensando en encerrarnos”, se lamentaba el fin de semana un joven en una tienda de la ciudadela Alborada. Sus amigos han sido asaltados y amenazados. Él observa que su peatonal es de las pocas que quedan libre de rejas en el sector, pero sus habitantes son presa del temor, el que no terminan de esquivar los vecinos de las calles enrejadas.

Una ciudad tras las rejas

Hace dos décadas se cuestionaban las urbanizaciones cerradas particularmente en Guayaquil y Samborondón. En Colombia, el libro Rejalópolis, del arquitecto Fernando de la Carrera, se declara contrario a esa práctica que considera genera segregación. El texto defiende el antiguo modelo de ciudad abierta.

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Por sobre los efectos no definitivos de las rejas, quién puede culpar a ciudadanos que se sienten indefensos y buscan mecanismos de prevención.

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En julio pasado la prefecta del Guayas, Marcela Aguiñaga, invitaba a los guayasenses a visitar lugares turísticos, a pasear, a recobrar la provincia venciendo el miedo y uniéndose en comunidad. Lo decía en el evento inaugural del festival Guayaquil de mis Sabores. Y seguramente la mayoría añora la época en que se recorría la ciudad con poco temor, aunque no deja de ser cierto que el enrejado que hoy se amplía empezó hace más de dos décadas.

Hace falta también la unidad de la comunidad, de los gremios alzando su voz para exigir y hacer propuestas. Si las autoridades están fallando, que no falte la búsqueda social de soluciones para no seguir encerrándose. (O)