Cuando lean esto ya todo habrá pasado. Quizá permanezcan los rastros de la Navidad en las montañas de platos sucios en la cocina, los papeles de regalo arrugados en una esquina, las cajas donde llegaron encerrados los juguetes atados con grilletes invencibles (¿quién será el sádico que inventa estos empaques, quizá el mismo que envuelve los chupetes?). Las que cocinaron, limpiaron, compraron regalos, decoraron, envolvieron, ya sobrevivieron al agotamiento y el mal genio navideños. Quizá lograron entregarse a la ilusión de amor y paz de la música y la novena, se abrigaron en la sonrisa de hijos, nietos, amigas y hermanos.

Escribo esto el día antes de Navidad. Ustedes lo leerán el día después. Me pregunto si comieron, cantaron y rezaron junto con toda su familia. Me pregunto quién faltó, si hubo uno o muchos huecos en la mesa y en el alma: el abuelo muerto, el hermano resentido, el exmarido antivacunas, el nieto gay, la tía que se negó a compartir el nacimiento de Jesús con la sobrina divorciada. ¿A cuántos excluimos esta Navidad? ¿A cuántos extrañamos porque están lejos o ya no están? Me pregunto si fue una Navidad nostálgica como las mías: rituales con fantasmas para evocar un mundo lejano en el tiempo y el espacio. Hoy limpié las ventanas de mi casa, una tradición navideña que empezó hace tres años con la visita de mi mejor amiga, mi guayaquiteña viajera que hoy vive en Japón. Qué asombrosos resultan la luz y los colores del mundo vistos a través de cristales diáfanos. Parecería que es otro el paisaje que nos rodea, no un mundo opaco y empolvado sino fresco como un recién nacido. No era la vida quien desfallecía sino los cristales sucios, las cortinas cerradas las que nos alejaban de ella.

¿Cuántos niños pasaron la Navidad riendo y cantando? ¿Cuántos tuvieron dolor de panza por tantos dulces y fiestas de grandes? Mis abuelos paternos colgaban botas para todos los miembros de la familia independientemente de su estado civil. Recuerdo las paredes colmadas de botas rojas hinchadas de sorpresas. Nos llenábamos la boca de chocolates y dejábamos las galletas que no nos gustaban para los “niños pobres”, cuyos ruegos se oían desde la calle tras el timbre. Todavía me avergüenza recordar que les cedíamos nuestras sobras y me pregunto si mis primas adineradas sacrificaban sus dulces favoritos.

Cada Navidad, mi abuela materna puebla su nacimiento de corderos bautizados como cada miembro de la familia. Calificar para ser parte de ese clan es cosa seria, pero si llegan a aceptarte, su generosidad es infinita. Todavía se me hace agua la boca recordando los almuerzos navideños de los Salazar, me brillan los ojos de niña ante esos regalos maravillosos esperándonos al pie del árbol, siempre y cuando supiéramos rezarle bien al Niño Jesús.

Cuando ustedes lean esto ya habrá nacido el Niño. Dicen que vino al mundo a traer amor y paz, perdón, unión y caridad: benevolencia, desinterés, generosidad y amistad. ¿Será que tras el agotamiento y las ollas sucias, las intrigas familiares, los papeles de regalo arrugados y el árbol marchitándose, brillan aún, como tras una ventana empolvada, todos estos dones tan divinos? (O)